domingo, 25 de octubre de 2009

EL PODER DEL INDIVIDUO

Por: William Ospina
“QUÉ OBRA MAESTRA ES EL HOMBRE. Cuán noble por su razón, cuán infinito en facultades. En su forma y movimientos cuán expresivo y maravilloso. En sus acciones, qué parecido a un ángel, en su inteligencia, qué semejante a un Dios. ¡La maravilla del mundo, el arquetipo de los seres!”.

Desde el Renacimiento, cuando Hamlet nos dejó esa asombrada y superlativa definición del ser humano, cada vez más oímos hablar de la importancia del individuo, de todo lo que cada uno puede lograr como síntesis de las habilidades y las experiencias de toda la especie. Así se alimentó la ilusión de que cada ser humano fuera Leonardo da Vinci: la plenitud de la belleza, la armonía, la fuerza creadora, la destreza, el pensamiento y la invención.

También en el Renacimiento apareció la figura de Don Quijote, el soñador capaz de sacar de una polvareda en la llanura todo un ejército con sus generales y sus estandartes, de una posada polvorienta un palacio, de una moza desgreñada y tosca una criatura inmortal.

Pero la edad del individuo, antes que potenciar nuestras facultades, prefirió adular nuestros apetitos, y entronizó el derecho al confort y al consumo como fin último de la existencia. Es importante señalar que lo más contrario a una sociedad de creación es una sociedad de consumo. Leonardo era un extraordinario creador, y para ello se requieren estímulos y talentos pero también criterios y valores, alguien capaz no sólo de exigir sino de exigirse. Desafortunadamente la Declaración de los Derechos del Hombre, poniendo todo el énfasis sobre nuestros derechos, olvidó recordarnos que también tenemos deberes, que una sociedad se construye también con responsabilidades.

Pensado por Descartes, devuelto por Rousseau al estado de inocencia, convertido gracias a Voltaire en el enciclopédico crítico de la cultura, exaltado por Danton y sus revolucionarios en soñador de un nuevo orden social, y por Robespierre en verdugo de la tradición, ese individuo histórico se exaltó, a comienzos del siglo XIX, en el arquitecto de las nuevas sociedades, a través de hombres como Napoleón y como Simón Bolívar. Por un instante, todo parecía posible para el individuo, convertido en el alfarero del tiempo, en el faro del porvenir.

Pero algo faltó para que el sueño fuera completo. Tal vez una mayor claridad en el hecho de que, si el individuo puede llegar a encarnar la plenitud del orden, del pensamiento, de la audacia y de la creatividad, en la misma medida puede llegar a ser la plenitud del horror, del mal, de la furia destructiva y de la locura criminal. Shakespeare no lo ignoraba, y sus héroes fácilmente derivan hacia el horror y hacia el crimen. Hamlet mismo, que acaba de pronunciar en el escenario tan hermosas palabras, termina desencadenando en su venganza una lastimosa mortandad. Y al generoso Don Quijote, aquellos a quienes viene a ayudar no siempre le agradecen por esa ayuda momentánea, pues saben que después los dejará otra vez solos a merced de la arbitrariedad y de la violencia. Cervantes no admiraba tanto a su personaje como para ignorar que los redentores no siempre nos redimen, que después del paso de los salvadores el mundo a menudo queda peor.

Los individuos extraordinarios suelen ser fruto de circunstancias extraordinarias, pero en nada deberíamos esforzarnos tanto como en la construcción de un orden social en el que a la gran mayoría le corresponda siquiera un mínimo de justicia. Porque si bien el orden aristocrático permite a veces el florecimiento del genio leonardesco, los órdenes excluyentes suelen ser semilleros de la violencia y de la crueldad.

Hoy, peligros mayores amenazan al mundo. El desarrollo acelerado de la técnica, así como pone al alcance de todos cada vez más conocimientos y recursos de la civilización, al mismo ritmo pone en todas las manos un poder de destrucción desenfrenado. Paul Virilio llegó a escribir, mucho antes de los atentados de septiembre del 2001, estas palabras: “Desde hace poco, en efecto, la miniaturización de las cargas y los progresos químicos en el terreno de la deflagración de explosivos favorecen una ecuación hasta ahora inimaginable: un hombre = una guerra total”.

Desafortunadamente los poderes destructivos trabajan mucho más intensamente que los creadores. El arte de matar es asignatura obligatoria en los horarios de mayor audiencia. La velocidad, la fuerza y el triunfo súbito son los valores que cautivan al mundo. Parece tarde para que alguien nos eduque en las virtudes de la contemplación, de la introspección, de las lentas maduraciones. Con razón Hamlet terminó su frase sobre el ser humano con esta exclamación desencantada: “¡Y sin embargo, qué es para mí esta quintaesencia del polvo!”.

Es el peligro de los énfasis. Mejor que unos cuantos seres excepcionales sería tener muchos seres felices. Tal vez no necesitamos superhombres, en el sentido de Nietzsche o de las historietas, sino generosos seres humanos, y para ello el énfasis no puede estar en las facultades de cada uno sino en la capacidad de convivir con los demás.