domingo, 31 de julio de 2011

EL ARTE DE HABITAR

Por: William Ospina

Uno de los primeros deberes de la educación es enseñarnos a habitar el territorio, pero Colombia es un extraño país con el que no es fácil familiarizarse.

Este territorio es una suerte de rompecabezas y los mapas muestran apenas una parte de la realidad, un aspecto de las cosas que existen. Para entender un mundo hay que superponer mapas de suelos, de cultivos, de climas, de cursos de agua, de fenómenos atmosféricos, de períodos históricos, de poblaciones, de culturas. Como diría Borges, el mejor mapa es la realidad y el mejor aprendizaje la vida misma.

Mirando el mapa, uno creería que Medellín y Santafé de Antioquia tienen muchas cosas en común, pues pertenecen al mismo departamento. Lo mismo podríamos creer de Cali y Buenaventura, de Popayán y Guapi, de Pasto y Tumaco, de Manizales y La Dorada, de Bogotá y Girardot, de Tunja y Puerto Boyacá, de Bucaramanga y Barrancabermeja. Pero en más de un sentido no hay sitios más distintos.

Se diría que Colombia es varios países, que cada uno llega a cierta altura. Un país desde el nivel del mar hasta los ochocientos metros: de mares, de ríos, de lanchas, de luz madura, de sensualidad a flor de piel; otro país desde los ochocientos hasta los mil seiscientos: de bosques floridos, de cafetales, de platanales, de ciudades llenas de vegetación; otro de los mil seiscientos para arriba: de abismos, de niebla, de lloviznas, de páramos, de pueblos sombríos, de montañas misteriosas y de nieves perpetuas. Por eso las ciudades que se parecen entre sí y parecen pertenecer a la misma región son Pasto y Tunja, Cali y Villavicencio, Leticia y Magangué, Medellín y Armenia. Y lo que parece un error son más bien las divisiones políticas dictadas por la mera cercanía física.

Durante mucho tiempo Bogotá gobernaba el país como si todo estuviera a dos mil seiscientos metros de altura, como si aquí no hubiera tierra caliente, ni selvas, ni caimanes, ni anacondas, ni guacamayas, ni hormigas arrieras. Como si aquí no hubiera comunidades indígenas, ni descendientes de esclavos africanos, como si no se hablaran ochenta lenguas distintas, y Colombia fuera un país de gente blanca, católica, europea; de muebles vieneses y humor británico; de gabardinas y paraguas negros bajo una lluvia eterna y gris. Los presidentes de la República visitaban a veces con sus ministros a Cartagena o a Mompox enfundados en sacolevas negros, y la gente no acababa de saber qué velorio era aquel.

Aquí basta viajar tres horas en cualquier dirección para encontrarse en otro país: para ir de la resolana a la niebla, de la alegría a la melancolía, de la extroversión al silencio, de las praderas a los abismos, de la selva al desierto, de la sequía a la inundación. Todo esto parecería un problema y una dificultad, pero es todo lo contrario: una lección de riqueza y, bien leído, bien entendido y bien celebrado, ha debido enseñarnos hace tiempos el respeto de la diversidad, la alegría de la pluralidad, la belleza de los contrastes. No hay nada más diverso, más entretenido, que viajar aquí diez horas por tierra, de Bogotá a Cali, de Medellín a Cartagena, de Bucaramanga a Santa Marta, de Buenaventura a La Dorada

Colombia es exuberante, pero ¿cómo sería cuando el río Magdalena estaba lleno de caimanes, cuando la sabana de Bogotá estaba llena de venados, cuando por los cielos de Cundinamarca cruzaba el vuelo enorme de los cóndores que le dieron su nombre? Porque Cundinamarca significa, o significaba, “el país de los cóndores”.

Hemos tenido pésimas costumbres, y quizá la peor es la manía de exterminar la fauna silvestre. Uno de los peores vicios que llegaron de Europa fue la cacería inútil: empezaron su trabajo los rifles y las carabinas, y no quedó un tigre en Risaralda, ni un armadillo en Caldas, ni un saíno en Córdoba, ni un cóndor en Cundinamarca, ni un venado en la Sabana, ni un caimán en el Magdalena ni una babilla en el Cauca, ni una anaconda en el Meta. Y mejor no recordemos que hace un par de generaciones aquí no había muchacho que no llevara una honda de hilos de caucho para derribar pájaros por gusto.

No nos enseñaron que Colombia es el país con mayor variedad de aves del mundo, y que teníamos la oportunidad extraordinaria de convertirnos en grandes ornitólogos, observadores y conocedores de muchas especies de pájaros, o ser como Matiz y Rozo, los artistas de la Expedición Botánica, de quienes dijo Humboldt que eran los mejores dibujantes de plantas del mundo. Mejor les hubieran regalado a los muchachos binóculos para que se asombraran con los colores de los plumajes, con las formas de los azulejos y los toches, de los sinsontes y los carpinteros, de las torcazas y los barranqueros, en vez de reaccionar ante cada trino del camino con una piedra infame.

No hemos sido suficientemente agradecidos con la tierra en que vivimos. No le dan a uno el paraíso para que lo arrase, sino para que lo cultive y lo dignifique; no le dan tantos climas para que uno simplifique el mundo, sino para que comprenda su riqueza; no le dan tanta variedad de árboles para que uno convierta el hacha en el símbolo de una cultura, sino para que aprenda los nombres y las propiedades, las diferencias de las maderas y de las hojas.

Porque hay maderas balsámicas, como las llamaba Aurelio Arturo, y hay maderas dóciles al arte; y cuando es preciso derribar un árbol por alguna razón importante, hay que saber agradecer por él y convertirlo en objetos nobles. Hay árboles que entienden de música y árboles que saben de amistad, hay maderas que perfuman el mundo y cortezas milagrosas que curan y que enseñan.