Por: William Ospina
Los artistas son esa
clase de gente de la que siempre decimos que nació aprendida.
Sentimos
que Mozart sabía música desde siempre, que Rimbaud era un maestro de la lengua
desde el origen, que Rembrandt y Miguel Ángel debían saber dibujar antes de
saber hablar, pero ello no significa que no tuvieran que aprender. Cuanto más
dotado un ser humano para un lenguaje y para un arte, más arduo le será dominar
ese talento hasta convertirlo en algo verdaderamente fecundo.
No
olvidamos la ardua disciplina a que fue sometido Mozart desde niño; las
desmesuradas dosis de lectura a que se sometió Rimbaud desde su infancia y a lo
largo de su adolescencia, desde la gran literatura en francés hasta los
clásicos latinos; el duro trabajo que debió ser el estudio de Miguel Ángel o de
Rembrandt en el taller de sus maestros.
Pero si
conocemos los talentos que vienen escritos en un cuerpo, sabremos también a qué
disciplinas estará dispuesto a someterse, porque hay una correspondencia milagrosa
entre las habilidades y la dedicación: nadie se aplica de manera abnegada y
obstinada sino a aquello que lo estremece profundamente. Y esto puede decirse
de todas las disciplinas, porque, en realidad, no importa cuál sea la
disciplina escogida, si corresponde a una vocación, la persona terminará
haciendo de ella un verdadero arte. Todo profesional comprometido y apasionado
es un artista; y arte no significa aquí sólo la búsqueda de armonía y de ritmo,
de belleza y refinamiento, sino de sentido profundo, de fuerza creadora, de
revelación y de fecundidad.
Para
nosotros, por ejemplo, la caligrafía es una habilidad olvidada, pero en China
es una de las bellas artes y por momentos se confunde con la danza. Sabemos que
el pintor no es la pintura, el escultor no es la escultura, el músico no es la
música, pero el bailarín es la danza; la más antigua de las artes porque en
ella la obra se confunde con el cuerpo que la ejecuta.
Y si en
China la escritura se confunde con la danza es porque el que escribe y lo que
se escribe han llegado a una suerte de extática identificación: el cuerpo es la
escritura. Algo que algunos visionarios intuyeron posible, como Franz Kafka
cuando dijo que la caligrafía es el sismógrafo del alma.
Hoy la
mecanización de la vida tiende a sujetarlo todo a la rapidez y a la eficiencia,
pero tarde o temprano comprenderemos que para vivir plenamente no basta ser
productivos o eficientes; algún día tendremos que volver a escribir con todo el
cuerpo.
Cada vez se
esfuerzan más porque la educación nos convierta en ejecutores insensibles de
tareas con las que no estamos comprometidos. Se dice que en cierto país había
obreros trabajando en una fábrica de aspiradoras y nunca se dieron cuenta de
que en realidad estaban fabricando piezas para armas de guerra. Para la
macroeconomía insensible y perversa ese es el ideal: el trabajador que no
interviene en el diseño ni en la concepción ni en la valoración de lo que
produce. Pero para una noción respetable de humanidad, algo por lo que valga la
pena vivir y morir, cada quien necesita la inteligencia de lo que hace, el
trabajo no debe dar sólo rendimiento sino un sentido a la vida, una
justificación moral al esfuerzo, un sentido de dignidad y de belleza.
Y si estas
cosas les parecen tonterías al gran capital y sus áulicos, es porque son
tremendamente revolucionarias; ponen en cuestión no sólo los procesos sino los
resultados, no sólo los medios sino los fines. Nos recuerdan que la democracia
no está sólo para producir el bien de todos, supuesto fin de los totalitarismos,
sino el bien de cada uno, y para ello debe ser importante lo que cada quien
piensa de lo que hace.
El viejo
ideal de hacer de cada oficio un arte puede parecer un desvarío romántico a los
prosélitos de la eficacia y de la dictadura del cerebro central. Pero hace poco
ese ideal ha sido ratificado desde donde menos se esperaba: del corazón de la
sociedad industrial, en la voz del fundador de la segunda gran corporación de
EE.UU., Steve Jobs, a quien el mundo despidió agradecido hace unas semanas.
En su
discurso a los graduados de la Universidad de Stanford en 2005, Jobs recomendó
preferir la intuición al esquema, la vocación a los conocimientos impuestos, la
curiosidad sin propósitos a la disciplina inflexible, la incertidumbre del que
experimenta a la certeza del éxito, la pasión de buscar a la satisfacción de
haber encontrado. Parecen las palabras de un hippie, y en cierto modo lo son,
de modo que los encorbatados ejecutivos de las multinacionales y de sus
satélites académicos no acertarán a explicar cómo fue que un hombre con esa
mentalidad, más poética que pragmática y tan científica como estética, se
convirtió en un empresario tan exitoso, un innovador tan genial, y un hombre
tan digno de respeto y de memoria.
Hasta
confesó que fue su ocioso e improductivo amor por la caligrafía lo que hizo que
en el diseño de los computadores personales hubiera incorporado tipos de letras
tan delicados y artísticos, poniendo al alcance de la humanidad recursos
estéticos tan notables como los que ofrece la informática contemporánea. ¡Dónde
viene a saltar la liebre de la poesía, que parecía desterrada del jardín de las
cosas prácticas!