domingo, 13 de noviembre de 2011

EDUCACIÓN


Por: William Ospina


Los artistas son esa clase de gente de la que siempre decimos que nació aprendida.
Sentimos que Mozart sabía música desde siempre, que Rimbaud era un maestro de la lengua desde el origen, que Rembrandt y Miguel Ángel debían saber dibujar antes de saber hablar, pero ello no significa que no tuvieran que aprender. Cuanto más dotado un ser humano para un lenguaje y para un arte, más arduo le será dominar ese talento hasta convertirlo en algo verdaderamente fecundo.
No olvidamos la ardua disciplina a que fue sometido Mozart desde niño; las desmesuradas dosis de lectura a que se sometió Rimbaud desde su infancia y a lo largo de su adolescencia, desde la gran literatura en francés hasta los clásicos latinos; el duro trabajo que debió ser el estudio de Miguel Ángel o de Rembrandt en el taller de sus maestros.
Pero si conocemos los talentos que vienen escritos en un cuerpo, sabremos también a qué disciplinas estará dispuesto a someterse, porque hay una correspondencia milagrosa entre las habilidades y la dedicación: nadie se aplica de manera abnegada y obstinada sino a aquello que lo estremece profundamente. Y esto puede decirse de todas las disciplinas, porque, en realidad, no importa cuál sea la disciplina escogida, si corresponde a una vocación, la persona terminará haciendo de ella un verdadero arte. Todo profesional comprometido y apasionado es un artista; y arte no significa aquí sólo la búsqueda de armonía y de ritmo, de belleza y refinamiento, sino de sentido profundo, de fuerza creadora, de revelación y de fecundidad.
Para nosotros, por ejemplo, la caligrafía es una habilidad olvidada, pero en China es una de las bellas artes y por momentos se confunde con la danza. Sabemos que el pintor no es la pintura, el escultor no es la escultura, el músico no es la música, pero el bailarín es la danza; la más antigua de las artes porque en ella la obra se confunde con el cuerpo que la ejecuta.
Y si en China la escritura se confunde con la danza es porque el que escribe y lo que se escribe han llegado a una suerte de extática identificación: el cuerpo es la escritura. Algo que algunos visionarios intuyeron posible, como Franz Kafka cuando dijo que la caligrafía es el sismógrafo del alma.
Hoy la mecanización de la vida tiende a sujetarlo todo a la rapidez y a la eficiencia, pero tarde o temprano comprenderemos que para vivir plenamente no basta ser productivos o eficientes; algún día tendremos que volver a escribir con todo el cuerpo.
Cada vez se esfuerzan más porque la educación nos convierta en ejecutores insensibles de tareas con las que no estamos comprometidos. Se dice que en cierto país había obreros trabajando en una fábrica de aspiradoras y nunca se dieron cuenta de que en realidad estaban fabricando piezas para armas de guerra. Para la macroeconomía insensible y perversa ese es el ideal: el trabajador que no interviene en el diseño ni en la concepción ni en la valoración de lo que produce. Pero para una noción respetable de humanidad, algo por lo que valga la pena vivir y morir, cada quien necesita la inteligencia de lo que hace, el trabajo no debe dar sólo rendimiento sino un sentido a la vida, una justificación moral al esfuerzo, un sentido de dignidad y de belleza.
Y si estas cosas les parecen tonterías al gran capital y sus áulicos, es porque son tremendamente revolucionarias; ponen en cuestión no sólo los procesos sino los resultados, no sólo los medios sino los fines. Nos recuerdan que la democracia no está sólo para producir el bien de todos, supuesto fin de los totalitarismos, sino el bien de cada uno, y para ello debe ser importante lo que cada quien piensa de lo que hace.
El viejo ideal de hacer de cada oficio un arte puede parecer un desvarío romántico a los prosélitos de la eficacia y de la dictadura del cerebro central. Pero hace poco ese ideal ha sido ratificado desde donde menos se esperaba: del corazón de la sociedad industrial, en la voz del fundador de la segunda gran corporación de EE.UU., Steve Jobs, a quien el mundo despidió agradecido hace unas semanas.
En su discurso a los graduados de la Universidad de Stanford en 2005, Jobs recomendó preferir la intuición al esquema, la vocación a los conocimientos impuestos, la curiosidad sin propósitos a la disciplina inflexible, la incertidumbre del que experimenta a la certeza del éxito, la pasión de buscar a la satisfacción de haber encontrado. Parecen las palabras de un hippie, y en cierto modo lo son, de modo que los encorbatados ejecutivos de las multinacionales y de sus satélites académicos no acertarán a explicar cómo fue que un hombre con esa mentalidad, más poética que pragmática y tan científica como estética, se convirtió en un empresario tan exitoso, un innovador tan genial, y un hombre tan digno de respeto y de memoria.
Hasta confesó que fue su ocioso e improductivo amor por la caligrafía lo que hizo que en el diseño de los computadores personales hubiera incorporado tipos de letras tan delicados y artísticos, poniendo al alcance de la humanidad recursos estéticos tan notables como los que ofrece la informática contemporánea. ¡Dónde viene a saltar la liebre de la poesía, que parecía desterrada del jardín de las cosas prácticas!

En el arte de la afectividad, en el necesario viaje a pie que debería ser nuestro aprendizaje del mundo, en esas otras artes que deben ser la digestión y la salud, el cuerpo es la medida de nuestra sabiduría. Aprendamos la pasión, el ritmo, la levedad, el sentido de la belleza, aprendamos el sentido de la gratitud y de la convivencia, y estaremos preparados para las grandes empresas del porvenir.