Por: William Ospina
HAY PERSONAS
APARENTEMENTE ociosas que se fijan en cuánta agua de una bañera es desplazada
por un cuerpo sólido que entra en ella.
Hubo quien
frotando ramas por azar descubrió que era posible producir fuego. Hubo quien a
partir de los diez dedos de sus manos concibió el sistema decimal. Y allí donde
todo el mundo está habituado a ver que las manzanas caen de los árboles, algún
día apareció alguien que se preguntó por qué caían.
Quizá
no hay nada más provechoso en el mundo que la ociosa creatividad que no busca
ser rentable, la libre meditación, el “conectar los puntos” como lo llamaba
Steve Jobs, “la imaginación irresponsable” como la llamaba Jorge Luis Borges,
la curiosidad, la percepción de los detalles y de los matices, las artes
combinatorias, la sensibilidad que se deja herir por las formas del mundo y que
produce de repente el lampo di genio de alguna síntesis benéfica.
Por
ese camino la humanidad consiguió su poder sobre el fuego, descubrió la rueda y
la palanca, halló los números y los alfabetos, inventó la medicina, dibujó las
constelaciones, midió la Tierra, alcanzó la geometría y a través de ella obtuvo
el estatuto básico de las ciencias. Por ese camino la humanidad pasó de los
conjuros a los poemas, de las anécdotas a los relatos y a las novelas, del
silbo del viento en las cañas a las sinfonías de Mahler, de la superstición a
las religiones, de los cálculos al cálculo y de las explicaciones rudimentarias
a los vastos sistemas filosóficos: de las discusiones en las esquinas de Atenas
al “palacio de precisos cristales” de Kant, a la catedral espiritual de Hegel,
al cosmos divino de Spinoza y a las exquisitas arquitecturas de Schopenhauer,
donde todo está sostenido por todo.
Inventar
la silla, la mesa, la almohada, la puerta, la ventana, la utilización del frío
para conservar los alimentos o los diez pasos inauditos que llevan desde la
siembra del café hasta la densa infusión del color de la noche; fingir el mundo
en colores de aceite sobre un lienzo o con tinta sobre un papel, inventar el
lienzo y el papel, llegar a los mapas y a los libros, a las oraciones y a los
funerales, pasar de la balsa al trasatlántico, del dragón de papel a los
transbordadores espaciales, de las danzas guerreras a los carnavales
planetarios, es lo que llamamos la cultura. Y también es la cultura la
conciencia lúcida que critica, el ciudadano indignado que reclama, el individuo
que se sabe digno de heredar todas las conquistas de la civilización.
Ella
nos ha traído desde esas incómodas cavernas hasta los salones iluminados de
lámparas, con diálogo apacible, con licores y cenas, mirando la medida del
tiempo en la muñeca, arrancando las hojas últimas de los calendarios y hablando
de esas cosas impalpables y refinadas que son la felicidad y el futuro, con
todos los verbos y las figuras gramaticales en regla, y con la certeza casi
absoluta de que los proyectos bien concebidos se realizarán en esos tiempos
hipotéticos.
Fue
Paul Valery quien dijo que “el hombre es absurdo por lo que busca y es grande
por lo que encuentra”. Fue Auden quien dijo que “el artesano sabe siempre qué
tipo de objeto piensa elaborar y reproducir, en tanto que el artista sólo sabe
lo que busca cuando lo encuentra”. Ello significa que para encontrar las cosas
a menudo hay que avanzar a ciegas, presintiendo, intuyendo, equivocándose,
recibiendo la memoria de las edades, dando pasos sobre las huellas de otros.
Ello significa también que la primera vez, cuando el artesano hizo su invento, descubrió
su diseño, era también un artista creador. Y que el artista, obedeciendo a
leyes secretas, oye voces, sigue pálpitos, conecta puntos, y de viejos inventos
obtiene nuevas conclusiones.
Tal
vez por eso suena tan mal cuando los políticos llegan con el cuento de que la
cultura debe ser rentable y autosostenible, y que todo invento es propiedad
privada. Con los inventos de la cultura trabaja y es rentable toda la
civilización. Nadie nos cobra por usar las cifras, las letras, las palabras,
todavía no nos pasan la cuenta mensual los propietarios de la gramática por
utilizar los verbos y los adjetivos, aunque, como van las cosas, eso ya
llegará. Alguna multinacional ingeniosa aliada con algún gobierno corto de
espíritu privatizará los grandes bienes universales de la cultura, como han
privatizado las obras de Van Gogh, con las que él pagaba a duras penas su plato
de sopa, para que sean ahora la imagen de las tarjetas de crédito; como quieren
privatizar el agua, los secretos del cuerpo, el viento y las semillas.
Oscuros
banqueros especulan, tortuosas corporaciones trafican, los Estados son
saqueados sin escrúpulos, la tierra es objeto de valorizaciones y destinaciones
ocultas, las burbujas financieras estallan, malos manejos y malos gobiernos
precipitan a las sociedades en la recesión y en la crisis, el tesoro público se
convierte en la tabla de salvación de los capitales privados, y llega por fin
el infierno tan temido de las vacas flacas y ya no del recorte, sino de la
mutilación de los presupuestos.
¿Recortarán
por fin donde hace falta? ¿Controlarán la corrupción? ¿Mejorarán el recaudo
fiscal? ¿Vigilarán las contrataciones, se abstendrán de guerras infames, de
espionajes onerosos, de operaciones fraudulentas, harán que paguen por fin los
responsables? Claro que no. Una vez más recortarán donde se recorta siempre, en
la cultura, en la educación, en la justicia, el estímulo a la creatividad será
el gasto inoficioso que hay que controlar.
Los
mandatarios sólo deberían hacer lo que les mandemos. Pero ellos saben bien que,
para ponerlos en su sitio, nada nos hace tanta falta como la cultura que nos
recortan.