domingo, 27 de mayo de 2012

ADOLESCENCIA


Por: William Ospina

Es la mejor edad de la vida. Pero no aquí.

¿Cuándo se dará cuenta la ciega y sorda y sórdida dirigencia colombiana que nadie padece tanto ni protagoniza tanto el drama de este país como esa juventud que debería estar disfrutando las mieles de la vida y aquí es pasto de la desdicha, de la incertidumbre y de la muerte?

A veces nos dicen que el principal mal de Colombia es el desempleo, a veces que la inseguridad, a veces que la violencia intrafamiliar, a veces que la drogadicción, a veces que la exclusión. Pero con demasiada frecuencia todas esas cosas recaen sobre el mismo sector social: los jóvenes entre los 15 y los 25 años. Tantos males acumulados son en realidad un mismo mal: el de un país que no tiene la menor consideración por sus jóvenes, ni por su convulsionado presente ni por su desesperanzado futuro.

Las estadísticas revelan que en Colombia el índice de desempleo juvenil duplica el de toda la América Latina. Nuestros jóvenes no tienen trabajo, el caso de las mujeres es aún más alarmante que el de los hombres, y eso que no sabemos si en las cifras de empleo se cuentan los muchachos que viven del rebusque en los márgenes del código penal y las muchachas que viven de la noche.

Adolescentes. Claro que deberían estar estudiando, como lo hacen todos en los países donde la educación es un derecho, pero aquí, ya se sabe, la educación es un privilegio. Deberían dejar para después las duras responsabilidades de la paternidad, pero aquí no hay ejemplo, ni orientación, ni oficio, ni alternativa lúdica. Los muchachos sin futuro tienen que convertirse en los padres tempranos de hijos aun con menos futuro, en una progresión despiadada, y son consecuencia y son causa de fenómenos alarmantes de violencia intrafamiliar.

Son el blanco favorito de la publicidad, que les construye y les impone un arquetipo de felicidad y de consumo. Aunque no haya con qué consumir, el consumo no es una opción: es el deber maligno de las sociedades modernas. El culto por la moda, por las marcas, por los artefactos: la cruel religión de la época. En toda sociedad excluyente y estratificada muchos jóvenes se ven forzados por el medio a obtener a cualquier costo los recursos para satisfacer las órdenes del mercado. Parte de ese ritual son los certámenes de la conquista amorosa, que nunca tuvo tantas exigencias. Donde es ya difícil sobrevivir, los jóvenes tienen que impedir además ser discriminados y ninguneados en los escenarios de la vida social.

¿Hay alguien dispuesto a emplear a jóvenes que carecen de la calificación laboral que brinda la escuela, de la formación que brinda el hogar, de las destrezas que transmite la tradición, de las habilidades sociales que niega el orden excluyente? Claro que sí, esos empleadores son la delincuencia, la mafia, la guerrilla. Si aquí nadie les paga a los jóvenes un salario por crear, por liderar procesos de convivencia, por persistir en una vocación o en un aprendizaje, siempre hay quien está dispuesto a pagarles por empuñar un arma, por formar un ejército, por robar, por espiar, por guardar espaldas, por romper pechos.

Mucho hay que cambiar y mucho que inventar en la educación contemporánea. La educación que el mundo necesita no puede seguir siendo una empresa privada. Debe enseñar a hacer, debe convertir en aulas la naturaleza y la calle, debe formar ciudadanos y seres humanos, debe ser una inmensa inversión colectiva en seguridad, en productividad, en afecto y en felicidad. No es sólo un problema de pedagogía, es un problema de orden de la civilización.

Porque, aunque ciertos decanos de economía, que por lo menos son expertos en contabilidad, se apresuran a decirles a los jóvenes que hagan cuentas, que no hay recursos para la educación gratuita que todos reclaman, conviene tener en cuenta que invertir en educación no es sólo invertir en educación: es invertir en seguridad, en salud, en empleo; es bajar a mediano plazo los gastos militares y de policía, los gastos judiciales y carcelarios; es fortalecer las instituciones, es cualificar la economía, es fortalecer la competencia tecnológica, es invertir en la calidad de la vida ciudadana. Sobre todo si logramos superar los criterios demasiado estrechos de la educación académica y concebimos la educación como un gran proyecto colectivo para aprender oficios, desarrollar destrezas, estimular talentos, fortalecer vocaciones, para propiciar liderazgos y volver la vida una aventura creadora. No la educación ultratecnificada y ultracostosa, que nos venden como la iglesia fuera de la cual no hay salvación pero que deja a casi todo el mundo por fuera, la que tiende a convertir a sus beneficiarios en gente mejor que el resto, lo que los lleva a buscar escenarios más dignos de ellos, sino la educación dignificadora, imaginativa y colectiva que cambie el país catastrófico de nuestros jóvenes en un país que les despierte verdadero afecto y les genere verdadera esperanza. 

jueves, 24 de mayo de 2012

LO QUE SE EVALÚA ES SÓLO LA PUNTA DEL ICEBERG: DOCENTE DE HARVARD


Por: Rosa Julia Guzmán*

Las calificaciones no deben ser la única medida del aprendizaje porque no permiten comprender en profundidad los aspectos más humanos de la persona, dice.

Daniel Wilson, profesor de la Escuela de Graduados en Educación de la Universidad de Harvard, estuvo en Colombia dictándo un curso a los estudiantes de la Maestría en Pedagogía de la Universidad de La Sabana. Habló sobre la importancia de que la pedagogía tome en serio el papel de la valoración y no solamente el de la evaluación, para lograr un verdadero avance en el aprendizaje.


¿Por qué insiste en la importancia de la valoración?

Para comprender cómo aprende una persona, necesitamos un proceso de valoración continua, de lo contrario, no tenemos evidencia de lo que ocurre en la mente del estudiante: qué tipo de problemas le interesan, le intrigan e incluso le atemorizan. Hacer preguntas debe ser una constante. Si la valoración sólo se hace con el fin de mirar lo que se puede medir del aprendizaje o sólo se enfoca en algunas dimensiones particulares y en determinados momentos, esto no permite comprender en profundidad los aspectos más humanos que involucran el aprendizaje y el crecimiento de la persona.


¿Cómo se debe medir entonces el aprendizaje?

Todos experimentos aprendizajes profundos. Por ejemplo, tengo dos hijos y todos los días aprendo porque quiero ser un buen padre… ¿Cómo valoro ese aprendizaje? ¿Lo mediría calculando el número de veces que les dije cosas amables y queridas a mis niños? Esta sería una de las formas básicas para medir mi aprendizaje. Otras formas dependerían de lo que valora una cultura en particular. En el caso de la escuela, lo importante es saber qué queremos que los estudiantes comprendan y por qué, qué queremos desarrollar en las nuevas generaciones y qué valoramos.


¿Cuál es la ganancia de un estudiante si se sigue este método?

Si observamos qué están comprendiendo los estudiantes, qué piensan, cómo pueden mejorar su desempeño, esta valoración continua invita al estudiante a reflexionar sobre su trabajo y le da las herramientas y la oportunidad de mejorarlo. Este proceso garantiza que al final los resultados de la evaluación, es decir cuando se emite un juicio sobre los aprendizajes alcanzados, sean buenos. Nuestro desafío como docentes consiste entonces en pensar en las diferentes formas de valoración y cómo crear oportunidades para que se haga en el aula.


¿Cómo puede la valoración orientar el proceso de enseñanza del docente?

La clave es que los profesores se pregunten qué quieren mejorar. Este es probablemente el primer paso. Luego es necesario identificar de qué manera la valoración y la observación del trabajo de mis estudiantes me pueden ayudar en mi desarrollo como docente.


Usted asegura que lo que se evalúa tradicionalmente es apenas la punta del iceberg, que es una evaluación muy superficial. ¿Nos amplía esta idea?

Sabemos que no es fácil ir más allá de lo establecido y que tenemos muy poco tiempo para pensar en la complejidad del aprendizaje. Aulas con más de 40 estudiantes, la tensión entre el cubrimiento versus la profundidad en los contenidos, la presión de obtener buenos resultados en las pruebas estandarizadas y las expectativas de los padres, entre otras razones, son fuerzas importantes que no podemos negar… pero hay esperanza.

La experiencia nos ha mostrado que si utilizamos diferentes estrategias y herramientas para involucrar activamente al estudiante en su proceso de aprendizaje, los resultados mejoran. Es evidente que no podemos alargar la jornada académica. Sin embargo, podemos diseñar mejores oportunidades para que ellos piensen, hagan su pensamiento visible y logren mejores comprensiones. Sin lugar a dudas, esto tendrá un impacto en los resultados de las pruebas en general. Pero si sólo nos limitamos a enseñar para un examen, el estudiante aprenderá para presentar un examen.


*Directora de la Maestría en Pedagogía de la Universidad de La Sabana

miércoles, 2 de mayo de 2012

LA MISIÓN PRINCIPAL DE LA ESCUELA YA NO ES ENSEÑAR COSAS


Entrevista a Francisco Tonucci
Diario La Nación

"La misión de la escuela ya no es enseñar cosas. Eso lo hace mejor la TV o Internet." La definición, llamada a suscitar una fuerte polémica, es del reconocido pedagogo italiano Francesco Tonucci. Pero si la escuela ya no tiene que enseñar, ¿cuál es su misión? "Debe ser el lugar donde los chicos aprendan a manejar y usar bien las nuevas tecnologías, donde se transmita un método de trabajo e investigación científica, se fomente el conocimiento crítico y se aprenda a cooperar y trabajar en equipo", responde.

Para Tonucci, de 68 años, nacido en Fano y radicado en Roma, el colegio no debe asumir un papel absorbente en la vida de los chicos. Por eso discrepa de los que defienden el doble turno escolar. "Necesitamos de los niños para salvar nuestros colegios", explica Tonucci, licenciado en Pedagogía en Milán, investigador, dibujante y autor de Con ojos de niño, La ciudad de los niños y Cuando los niños dicen ¡Basta!, entre otros libros que han dejado huella en docentes y padres. Tonucci llegó a la Argentina por 15a. vez, invitado por el gobernador de Santa Fe, Hermes Binner, a quien definió como "un lujo de gobernante".
Dialogó con LA NACION sobre lo que realmente importa a la hora de formar a los más chicos y dejó varias lecciones, que muchos maestros podrían anotar para poner en marcha a partir del próximo ciclo escolar.

Propuso, en primer lugar, que los maestros aprendan a escuchar lo que dicen los niños; que se basen en el conocimiento que ellos traen de sus experiencias infantiles para empezar a dar clase. "No hay que considerar a los adultos como propietarios de la verdad que anuncian desde una tarima", explicó.

Recomendó que "las escuelas sean bellas, con jardines, huertas donde los chicos puedan jugar y pasear tranquilos; y no con patios enormes y juegos uniformes que no sugieren nada más que descarga explosiva para niños sobreexigidos".

Y que los maestros no llenen de contenidos a sus estudiantes, sino que escuchen lo que ellos ya saben, y que propongan métodos interesantes para discutir el conocimiento que ellos traen de sus casas, de Internet, de los documentales televisivos. "¡Que se acaben los deberes! Que la escuela sepa que no tiene el derecho de ocupar toda la vida de los niños. Que se les dé el tiempo para jugar. Y mucho", es parte de su decálogo.

De hablar pausado y de pensamiento agudo, Tonucci transmite la imagen de un padre, un abuelo, un educador que aprendió a ver la vida desde la perspectiva de los niños. Y recorre el mundo pidiendo a gritos a políticos y dirigentes que respeten la voz de los más pequeños.

-¿Cómo concibe usted una buena escuela?
-La escuela debe hacerse cargo de las bases culturales de los chicos. Antes de ponerse a enseñar contenidos, debería pensarse a sí misma como un lugar que ofrezca una propuesta rica: un espacio placentero donde se escuche música en los recreos, que esté inundado de arte; donde se les lean a los chicos durante quince minutos libros cultos para que tomen contacto con la emoción de la lectura. Los niños no son sacos vacíos que hay que "llenar" porque no saben nada. Los maestros deben valorar el conocimiento, la historia familiar que cada pequeño de seis años trae consigo.

-¿Cómo se deberían transmitir los conocimientos?
-En realidad, los conocimientos ya están en medio de nosotros: en los documentales, en Internet, en los libros. El colegio debe enseñar utilizando un método científico. No creo en la postura dogmática de la maestra que tiene el saber y que lo transmite desde una tarima o un pizarrón mientras los alumnos (los que no saben nada), anotan y escuchan mudos y aburridos. El niño aprende a callarse y se calla toda la vida. Pierde curiosidad y actitud crítica.

-¿Qué recomienda?
-Me imagino aulas sin pupitres, con mesas alrededor de las cuales se sientan todos: alumnos y docentes. Y donde todos juntos apoyan, en el centro, sus conocimientos, que son contradictorios, se hacen preguntas y avanzan en la búsqueda de la verdad. Que no es única ni inamovible.

-¿Cuál es rol del maestro?
-El de un facilitador, un adulto que escuche y proponga métodos y experiencias interesantes de aprendizaje. Generalmente los pequeños no están acostumbrados a compartir sus opiniones, a decir lo que no les gusta. Los docentes deberían tener una actitud de curiosidad frente a lo que los alumnos saben y quieren. Les pediría a los maestros que invitaran a los niños a llevar su mundo dentro del colegio, que les permitieran traer sus canicas, sus animalitos, todo lo que hace a su vida infantil. Y que juntos salieran a explorar el afuera.

-Varias veces usted ha dicho que la escuela no se relaciona con la vida. ¿Por qué?
-Porque propone conocimientos inútiles que nada tienen que ver con el mundo que rodea al niño. Y con razón éstos se aburren. Hoy no es necesario estudiar historia de los antepasados, sino la actual. Hay que pedirles a los alumnos que se conecten con su microhistoria familiar, la historia de su barrio. Que traigan el periódico al aula y se estudie sobre la base de cuestiones que tienen que ver con el aquí y ahora. Esto los ayudará a interesarse luego por culturas más lejanas y entrar en contacto con ellas.

-¿Cómo se puede motivar a los alumnos frente a los atractivos avances de la tecnología: el chat, el teléfono celular, los juegos de la computadora, el iPod, la play station?
-El colegio no debe competir con instrumentos mucho más ricos y capaces. No debe pensar que su papel es enseñar cosas. Esto lo hace mejor la TV o Internet. La escuela debe ser el lugar donde se aprenda a manejar y utilizar bien esta tecnología, donde se trasmita un método de trabajo e investigación científica, se fomente el conocimiento crítico y se aprenda a cooperar y trabajar en equipo.

-¿Es positiva la doble escolaridad?
- En Italia llamamos a este fenómeno "escuelas de tiempo pleno". La pregunta que me surge es: ¿pleno de qué? Esta es la cuestión. La escuela está asumiendo un papel demasiado absorbente en la vida de los niños. No debe invadir todo su tiempo. La tarea escolar, por ejemplo, no tiene ningún valor pedagógico. No sirve ni para profundizar ni para recuperar conocimientos. Hay que darles tiempo a los niños. La Convención de los Derechos del Niño les reconoce a ellos dos derechos: a instruirse y a jugar. Deberíamos defender el derecho al juego hasta considerarlo un deber.