sábado, 25 de abril de 2015

ORIGEN. CHARLES DARWIN

sábado, 4 de abril de 2015

LA REDENCIÓN POR LA BELLEZA

Por William Ospina

Estanislao Zuleta fue más que un filósofo: celebraba el presente a través del conocimiento y pensaba que un mundo extraordinario sí era posible. Este es un retrato íntimo de sus enseñanzas, su historia y sus convicciones.







Recuerdo que una noche estábamos en fiesta con un grupo de amigos y comenzamos a cantar. Estanislao Zuleta era uno de los contertulios y de repente vi que entraba en el coro y entonaba con los demás un tango. “Estanislao —le dije—, pensé que no te gustaban los tangos”. “Y no me gustan —respondió—, pero nunca he podido olvidar que mi padre murió con Gardel”.

Tengo la sensación de que en ese recuerdo está cifrado mucho de lo que era Estanislao Zuleta. No sólo porque allí está uno de sus más decisivos recuerdos personales, el de ese padre al que no alcanzó a conocer pero que no podía dejar de ser su sombra tutelar, porque llevaba su mismo nombre y porque trazó en su breve vida el signo de lo que sería el destino de su hijo: los libros, las amistades literarias, el arte de la conversación, sino también porque revela esa capacidad de Estanislao de no renunciar a sus convicciones pero establecer un dialogo, una suerte de pacto, con la realidad. 

Mucho habrá meditado en su vida sobre ese padre ausente, al que él debió reemplazar con una larga serie de padres míticos: Kant y Marx, Nietzsche y Freud, instauradores del sentido de nuestra época, grandes descifradores de nuestras tragedias históricas, de los que había que aprenderlo todo pero con los que había que librar también grandes combates.

Tal vez esa evidencia de la muerte como realidad suprema y como límite hizo de Estanislao un ser tan aferrado al presente como morada de la existencia. Le gustaba más filosofar en medio de la tertulia, hacer de la vida una fiesta viva del pensamiento, antes que confinarse en los cubículos de la academia. Siempre vuelvo a escuchar una frase de Goethe que a menudo escuché de sus labios. “No la busques en el pasado por medio de la añoranza, no la busques en el futuro por medio de la esperanza, porque la felicidad está siempre aquí, está en ti, eres tú quien no estás a su altura”. Algo lo llamaba continuamente a vivir el presente, a superar la pesadumbre del pasado viviendo el ahora con plenitud. A decirse: si el hoy es bello, todo el ayer está justificado.

Cuando pienso en Estanislao Zuleta, viene menos a mi memoria un profesor, un conferencista, un polemista, que un hombre aplicado a compartir con los demás la pasión de vivir, el esfuerzo por hacer de la vida algo significativo, la pasión por el pensamiento, la pregunta por la belleza, el culto de la creación, el anhelo continuo de descifrar los enigmas del arte, de entender los dramas de la historia, de encontrar caminos para la sociedad.

Estanislao leía mucho, leía desde niño, leía continuamente, pero yo tengo la sensación de que sus verdades más profundas ya las llevaba consigo, y no se las habían dado los grandes filósofos, ni los grandes teóricos de la política, ni los graves profesores, sino los poetas y los artistas.

“¿Sabes por qué lloras —decía citando a Hölderlin— a causa de qué languideces? ¿Sabes qué es aquello por lo cual has hecho duelo en el fondo de todos tus duelos? No es por algo que hayas perdido hace apenas algunos años. Nadie podría decir exactamente cuándo estuvo aquí, ni cuándo se fue. Pero es algo que existe, que está en ti. Tú marchas en busca de un mundo mejor y de un tiempo más bello”. Yo tenía 20 años cuando lo conocí, y desde entonces supe que ser amigo de Estanislao era marchar en busca de un mundo mejor y de un tiempo más bello. Que lo que había en él sobre todo era un juicio severo sobre el orden mental y moral en que vivíamos, una valoración de la herencia de la civilización. 

Estanislao era un gran rebelde y un gran revolucionario. Pero su deseo de una revolución no se limitaba a la búsqueda del derrocamiento de unas castas políticas, ni siquiera a la búsqueda de la destrucción de un sistema económico. Su rebeldía iba más allá. Él soñaba con la instauración de un orden distinto de civilización. Él creía en el llamado de Hölderlin de que todo debe cambiar en todas partes, la educación, el trabajo, la fiesta, la moral, nuestra relación con el cuerpo, con la memoria, con la ley, con la imaginación. 

Por eso, aunque participó de las esperanzas que había fundado en el mundo moderno el pensamiento de Marx, la búsqueda de otro orden político, luchó siempre por superar los dogmas marxistas, unos nacidos del pragmatismo político pero otros gestados incluso en la fronda ideológica que Federico Engels había tejido en torno a las teorías de Marx. 

Yo creo, y esto no es una afirmación sino sólo una sospecha, que Estanislao desconfiaba de esa tendencia tan alemana a hacer de cada idea afortunada el fundamento de un sistema que diera razón de todas las cosas. Tal vez Estanislao no habría dejado de aprobar la afirmación de Borges de que un sistema consiste simplemente de subordinar todos los aspectos del universo a uno cualquiera de ellos. Sí, todo está determinado por la economía, pero también todo está determinado por la psicología, pero también todo está determinado por la biología, pero también todo está determinado por el orden cultural.

Kant había sostenido que hay que esforzarse por hacer filosófica a la humanidad. Volver a la humanidad consciente de sus circunstancias, lógica en su conducta, responsable de sus acciones, consecuente con sus convicciones. Es un alto propósito, pero a nadie se le escapa que pocas propuestas son tan difíciles de realizar. Si ya es difícil hacer que los filósofos vivan filosóficamente, ¿cómo haremos para que los siete mil millones de personas que hoy fatigan el mundo razonen con lucidez y obren con justicia? Sin embargo, no tenemos otra opción que insistir en esa tentativa. 

Hay que saber que todo está determinado por unas causas, pero al mismo tiempo hay que creer que podemos cambiar nuestro destino. “No somos libres —le oí decir un día a Estanislao—, pero nuestro deber es actuar como si lo fuéramos”. Tenía razón. Es verdad que toda nuestra vida está condicionada por nuestro origen, por nuestra familia, por nuestra fisiología, por nuestra lengua, por el orden moral y cultural en que crecimos, por el mundo al que pertenecemos; pero si obráramos como si no tuviéramos voluntad, todo en nuestra vida sería fatalismo e indolencia. Asumir que podemos luchar contra el destino, que podemos gobernar nuestras acciones, no sólo nos salva de la peor de las locuras, que es el abandono ciego a los apetitos y a los impulsos, sino que configura realmente un margen de voluntad, y termina fundándonos como seres libres.

Marx postuló que a través del Estado la humanidad podría alcanzar un nuevo y más justo orden social, que una clase social despojada podía tomar las riendas del Estado y a través de él obrar la vasta redención de la especie contra las miserias de la historia. Lo que nos demostró el siglo XX fue que de la aventura grandiosa de la toma del poder por el proletariado en la Unión Soviética o en la China, no se alzó ese socialismo humanista que Marx buscaba, ni ese proceso de gradual extinción del Estado que predicaba su doctrina, sino la instauración de unas élites burocráticas que en nombre del proletariado tiranizaban a la humanidad.

No se puede negar que el sueño había sido generoso y grande. Pero tampoco se puede negar que el totalitarismo frustró la nobleza de ese sueño. Y, aun así, tampoco puede negarse que sólo gracias a la Revolución China, un país inmenso que había sido convertido por el colonialismo europeo en una suerte de estremecedor basurero humano, no sólo le devolvió su dignidad a mil millones de personas sino que emergió en el siglo XXI como la primera potencia planetaria. 

Ningún otro modelo político ni económico habría podido obrar un milagro tan colosal en sólo medio siglo con la nación más poblada del planeta, una quinta parte de la humanidad. Y sin embargo, cuán lejos está la China del ideal de justicia, de la instauración de un ser humano altamente creador, que despliegue sus posibilidades y que sea el heredero de todos los refinamientos de la civilización. Y cuán grande es el peligro hoy de que la sociedad china, con su industrialismo, su consumismo, su inscripción en las expectativas de la sociedad capitalista, se convierta sin proponérselo en el verdugo ambiental del planeta.

Ahora bien, qué enorme aporte en la lucha contra la infelicidad humana hizo en las primeras décadas del siglo XX ese hombre extraordinariamente lúcido, sensible y generoso que se llamó Sigmund Freud. Qué sabia su manera de entender que nuestra conducta está determinada por los centrales acontecimientos de nuestra infancia, por los afectos que nos inscribieron en el orden social, por nuestra temprana configuración como criaturas de sexualidad y de deseo. Qué admirable propuesta la de convertir al lenguaje, del que estamos tejidos, en el instrumento mismo de la comprensión de lo que somos y de la transformación de nuestra conducta.

Lo que no está claro es de qué manera el psicoanálisis podría cambiar a sociedades enteras, en una época donde todos los poderes conspiran para alienar al género humano, cuando nos precipitamos masivamente en las adicciones, en la paranoia de la vigilancia colectiva, en estados infinitamente controladores de la vida individual, en la edad de los entusiasmos vacíos, en la histeria de las identidades ficticias, en la construcción de seductores arquetipos publicitarios y mediáticos a los que tiene que corresponder cada individuo.

Y también fue una preocupación de Estanislao descubrir si el psicoanálisis, en su esfuerzo generoso por disminuir la angustia del paciente ayudándole a adaptarse al mundo en que vive, puede perder su filo crítico y terminar construyendo simplemente seres integrados, cuando el desorden global parece exigir cada vez más seres desadaptados y rebeldes, ansiosos de un orden más humano y de un proceso cultural de grandes transformaciones.

Es extraño que en esa misma cultura alemana, que engendró a Marx y a Freud, desde la que fueron formuladas sus teorías y donde se vivió también la tentación de erigir esas teorías en el fundamento de sistemas totales, haya surgido la obra desconcertante de Friedrich Nietzsche, su desafío al orden mental y moral de la civilización, su examen radical del sistema de valores de Occidente; esa labor como de francotirador que desconfía de los sistemas, que apunta a derribar las grandes verdades, que sometió a crítica el orden académico, el poder religioso, los prejuicios estéticos, los estereotipos literarios. 

Qué admirable su capacidad de poner en cuestión hasta la supuesta coherencia del pensamiento, ese arte poético de sembrar paradojas que caracteriza a Nietzsche, su intento por revalorar el horizonte filosófico anterior a la edad de los dogmas, por reivindicar la filosófica diversidad presocrática. Qué notable que la obra de Nietzsche esté tan llena de contradicciones, y que sus estudiosos no caigan sin embargo en la ingenua tentación de denunciarlo por incoherencia, sino que más bien se animen a buscar en él motivos más profundos, como aquel autor que afirmó: “Las contradicciones de Nietzsche son incomprensibles, a no ser que se trate del estratega común de dos bandos opuestos y que esté conspirando el triunfo de un misterioso tercero”.

Todo esto para decir que Estanislao Zuleta era un hombre plenamente contemporáneo cuando a mediados del siglo XX asumió a Kant, a Marx, a Freud y a Nietzsche como sus interlocutores en la aventura de pensar, y asumió una posición aún más radical, la de considerar la poesía y las artes como propuestas de conocimiento tan válidas como la filosofía y mucho más capaces incluso de orientar la conducta y de contribuir a la instauración de un nuevo ser humano como sujeto de la historia. 

La poesía era para él un aliado continuo en el ejercicio del pensamiento. Un día le pregunté si creía que era verdad que a la iglesia no le gustan los místicos. “No le gustan —me respondió—, porque los místicos tienen una relación personal con la divinidad y pueden prescindir de la intermediación de la burocracia sacerdotal”. Enseguida me ofreció su demostración de cómo es la relación directa de los místicos con Dios, recitando unos versos de San Juan de la Cruz:

Descubre tu presencia
Y mátenme tu vista y hermosura.
Mira que la dolencia
De amor que no se cura
Sino con la presencia y la figura. 

Dialogar con Estanislao Zuleta era dialogar con la gran cultura universal. Verlo reflexionar sobre Shakespeare, por ejemplo, en esas conferencias en las que no tenía ningún libro al frente, era asombroso, porque conocía a cada uno de los personajes y podía incluso establecer paralelos entre ellos, comparar la impaciencia de Romeo con la inseguridad de Otelo, contrastar la psicología del villano que está destrozado por la culpa, como Macbeth, con la psicología del villano que no siente culpa alguna de sus villanías, como Ricardo III. Los cursos que dictaba sobre Tolstoi, sobre Cervantes, sobre Shakespeare, sobre Kafka, sobre Poe, sobre Thomas Mann, sobre tantos y tantos autores, y que por fortuna fueron salvados por las grabaciones magnetofónicas de sus discípulos, nos brindan la ocasión de acceder a variados ejemplos de su manera de leer, siempre abierta a la reflexión y a la creación.

Recuerdo que en 1982 yo había escrito un ensayo sobre la obra del poeta Aurelio Arturo, al que acababa de descubrir, y que me había impresionado vivamente. Yo me preguntaba qué pensaría Estanislao de Arturo, pero no había tenido la ocasión de preguntárselo. Cierto día en que estábamos hablando, Estanislao me hizo sentir que se había interesado en Arturo, y añadió: “para comprobar que Aurelio Arturo es un gran poeta, basta fijarse en este par de versos:

Te hablo de las vastas noches alumbradas
Por una estrella de menta que enciende toda sangre.
Estrella de menta —repitió—, sólo un gran poeta logra aproximar así lo más lejano, que es una estrella, con lo más cercano, que es un sabor”.

De esas cosas estaba llena siempre su conversación. Recuerdo haberlo visto leer una tarde todo el poema Acuarimántima de Porfirio Barba Jacob, celebrando por momentos sus triunfos musicales, censurando a veces sus errores estéticos. Siempre me parece oír con la voz de Estanislao, y con el ritmo de sus manos llevando la cadencia de los versos, el que consideraba tal vez el mejor poema de Pablo Neruda, El gran océano, que está en el Canto General:

Si de tus dones y de tus destrucciones, Océano, a mis manos,
pudiera destinar una medida, una fruta, un fermento,
escogería tu reposo distante, las líneas de tu acero,
tu extensión vigilada por el aire y la noche,
y la energía de tu idioma blanco
que destroza y derriba sus columnas
en su propia pureza demolida.
No es la última ola, con su salado peso,
la que tritura costas, y produce
la paz de arena que rodea el mundo,
es el central volumen de la fuerza,
la potencia extendida de las aguas,
la inmóvil soledad llena de vidas.

Estanislao decía los poemas con un moroso deleite, paladeando la música, y siempre acentuaba las palabras con un movimiento de su mano, como si estuviera marcando el ritmo. Concedía a la poesía la mayor importancia, y en algún lugar declaró, para sorpresa de algunos racionalistas, que un poema es una palabra sagrada, y que una palabra sagrada es una palabra que no puede ser falsa, que se define como verdadera o nula, como la música. Es decir, que a partir del momento en que la sensibilidad y la imaginación aceptan que algo es poesía, esas palabras ya no están sujetas a refutación, ya pertenecen a un orden superior del lenguaje, no son una hipótesis discutible sino una verdad inconmovible del corazón. 

Por Estanislao conocí yo hace cuarenta años a Hölderlin, que se convertiría desde entonces para mí en el más entrañable de los poetas, y cuyos enigmas iluminan y orientan buena parte de mis reflexiones. 

Abiertamente 

consagré mi corazón a la tierra
grave y doliente,
y con frecuencia, en la noche sagrada,
le prometí que la amaría fielmente
hasta la muerte
sin temor, 
con toda su pesada carga de fatalidad 
y que no despreciaría ninguno de sus enigmas.
Y así me ligué a ella, con un lazo mortal.

Estos versos, que yo inicialmente pensé que eran un poema aislado, y después descubrí que eran un fragmento del inconcluso drama filosófico Empédocles, fueron las primeras palabras de Hölderlin que llegaron a mi vida, a mi vida que desde entonces ha estado llena de Hölderlin, y son las palabras que están grabadas desde hace veinticinco años en la tumba de Estanislao.

Yo sé que fue maestro de filosofía y de psicología, de economía política y de crítica de arte, interrogador de la pintura y de la música, lector de realidades sociales, descifrador de enigmas, polemista apasionado, gran amigo, un hombre epicúreo y dionisíaco que vivió con grandeza y con exceso, con lucidez y con plenitud. Conmigo fue el ser más cordial, generoso de su tiempo y de su saber. Creía que si tenemos buena memoria es porque vivimos las cosas con pasión, con atención y con compromiso. Sentía que en todo ser humano puede estar el germen de un artista, de un pensador, de un gran creador. Sabía que un orden social favorable y generoso engendra seres humanos más responsables, más creativos y más plenos. Y si era un rebelde y un revolucionario en Colombia y en nuestra época, es porque sabía que la mayor parte de nuestros males nacen de la mezquindad con que son manejados nuestros países, de la pequeñez con que se manejan los asuntos colectivos, del modo como una casta ignorante y codiciosa maneja el país como si fuera un feudo privado, renunciando a las grandes tareas que le exige su tiempo, y tratando a todos los demás, y sobre todo a los más vulnerables, como advenedizos que no tienen derecho a intervenir en la definición de los rumbos históricos. Creía que en la solución de los problemas colectivos tiene que abrirse camino la memoria personal y la capacidad de construir relatos colectivos, que toda política verdadera tiene que beber de la más profunda poesía. 

Para Estanislao la democracia no era sólo un modo de elegir a los gobernantes, ni una manera de administrar los bienes públicos: era la posibilidad de un orden superior de la cultura que estimule y proteja a los ciudadanos y les permita acceder al legado de la civilización. Creía de verdad en un mundo donde ser Leonardo da Vinci, o Thomas Mann, Picasso o León de Greiff no fuera la excepción, creía que el verdadero dueño de una obra de arte no es quien la compra sino quien la conoce y la ama; creía que el verdadero dueño de un libro es el que se apodera de sus claves y lo convierte en parte efectiva de su vida. 

Estanislao tenía muchos libros y los leía silenciosa y apasionadamente. Pero lo que más me asombró toda la vida es el modo como esos libros se volvían parte de él, no por el simple camino de la memoria, aunque recordaba literalmente mucho de lo que había leído, sino porque estaban vivos en su espíritu, y podía dialogar con ellos casi sin necesitar su presencia física. “Algunos dicen que yo me sé todo el Quijote. Eso no es verdad. Me lo sé casi todo, pero no todo”, me dijo una vez con una sonrisa.

Otro día me habló de cómo sus autores favoritos no eran los que tenían un estilo armonioso e impecable, sino los que escribían en medio de la turbulencia de sus dramas e incluso de sus delirios. Entre Barba Jacob y Guillermo Valencia, entre el viajero delirante entregado a los excesos y desgarrado por las pasiones, y el señor feudal que destila armonías, él se quedaba siempre con el delirante. Veía una suerte de signo divino en la locura de Hölderlin, en la embriaguez de Poe, en el clima de pesadilla de la vida de Franz Kafka, en las tormentosas adicciones de Dostoievski, en la neurastenia de Proust. Pero no porque creyera que esos sufrimientos fueran la causa de sus creaciones, sino porque pensaba que lo más admirable de aquellos seres es que habían sido capaces de superar sus tragedias o de afrontarlas gracias a la creación.

No es que sin el arte hubieran sido seres normales, más bien es que sin el arte habrían sido seres anodinos, gastados por la neurosis, destrozados por la compulsión, maltratados por la sociedad, o resignados a una desdicha trivial, es decir, sin horizontes de grandeza. El arte hizo de ellos grandes maestros de la humanidad, porque se atrevieron como el protagonista de Un descenso al Maelstrom, a mirar de frente el remolino que los arrastraba, y más de una vez descubrieron en sus vórtices la clave para salir nuevamente a la luz.

Y sobre todo, Estanislao pensaba que el arte no está para tranquilizarnos, para adornar la realidad, para decorar la tragedia, sino para enfrentar la complejidad de la vida, los dramas profundos, las soledades sin nombre, y convertirlas en armonía y en sentido. 

Charles Baudelaire había perdido a su padre y había tenido que idealizarlo: soñar que un padre mítico guiaba sus pasos por el camino de la belleza y de la poesía. Su madre se había vuelto a casar y había hecho sentir al niño como algo secundario en su vida. Su familia le había impuesto una interdicción, y le había impedido al poeta ser el administrador de su propia fortuna, porque lo consideraban capaz de derrocharla, cosa a la que tenía todo el derecho. Su madre, además, se había casado con un general de la República Francesa, un ministro de Napoleón III, y aquel militar desdeñoso y altivo había hecho sentir al poeta su insignificancia en el contexto de una familia burguesa y arribista, para la que la poesía era una forma de la irrisión y el poeta un clochard despreciable. 

A Baudelaire le habría gustado cobrarle a su madre que por ir de salón en salón, de embajada en embajada, lo hubiera dejado solo con sus sueños y sus demonios, pero ni las cartas servían, no había un lenguaje por el cual ella pudiera escucharlo. A Baudelaire le habría gustado, en medio de las tempestades de la Comuna de París, pegarle un tiro en el corazón a ese ministro del Segundo Imperio, el general Aupick, que quería esconder a su hijastro como si fuera una alimaña, pero ay, era el marido de su madre y el segundo hombre más poderoso de Francia.

¿Cómo prohibirle a Baudelaire obrar su redención, o al menos sublimar su despecho en el escenario privilegiado de la lengua, y en el vuelo de la poesía, y hacerles sentir no sólo a ellos, sino a Francia, a Europa, a los seres humanos de muchas edades, que el poeta no es un resentido vulgar cobrando pequeñas culpas personales, sino un liberador de las humillaciones de la historia, y que sus armas son la indignación, la belleza y la música? 

Esta fue la respuesta de Baudelaire a la tragedia más honda de su corazón: el poema Bénédiction (Bendición), el segundo poema de Las flores del mal, en la admirable traducción que hizo de él al castellano Estanislao Zuleta:

Bendición

Charles Baudelaire (Traducción de Estanislao Zuleta)

Cuando, por un decreto de potencias supremas,
El poeta aparece en este mundo hastiado
Su madre horrorizada y llena de blasfemias
Se crispa contra Dios, que la escucha apiadado.

Por qué no habré parido todo un nudo de víboras 
Antes que concebir este ser irrisorio.
Maldita sea la noche de placeres efímeros 
En que fuera engendrado mi suplicio expiatorio.

Puesto que fui elegida entre tantas mujeres 
Para traer desgracia a mi esposo maltrecho, 
Y que como una carta clandestina de amores
No se puede quemar el monstruo contrahecho.

Ya sabré yo volver tu odio que me aplasta
Contra este instrumento de tu malignidad,
Y sabré castigar esta planta nefasta 
Para que sus retoños no puedan infectar.

Y mientras así rumia su odio y su tormento
Sin poder comprender los sempiternos planes,
Prepara las hogueras que consagra el infierno
A los inolvidables crímenes maternales.

Bajo la protección de un ángel invisible
El niño desechado se emborracha de sol
Todo lo que cosecha su experiencia sensible
Es licor de los dioses, néctar embriagador.


Él charla con las nubes y juega con los vientos,
Es feliz mientras sigue la ruta de su cruz,
El genio que lo guía llora al verlo contento
Como un pájaro libre en una selva azul.

Siempre le temen todos los que él quisiera amar,
O al contrario se enervan por su porte flemático,
Y para hacerlo blanco de su ferocidad
De alguna culpa siempre procuran acusarlo.

En su pan y su vino mezclan escupitajos, 
Y con desdén hipócrita apartan lo que toca,
Piensan haber caído horriblemente bajo
Cuando por azar cruzan la vía que le es propia.

Su mujer va gritando por los lugares públicos:
Si me encuentra tan bella para rendirme culto, 
Adoptando el papel de los antiguos ídolos
Me cubriré de oro como ellos, a mi gusto. 

Me embriagaré de nardos, de inciensos y de mirras, 
Y de genuflexiones, de carnes y de vinos,
Usurparé con creces en un ser que me admira,
Todos los exaltados homenajes divinos.


Y cuando esté cansada de esas farsas impías,
Mi mano fuerte y frágil sellará su destino,
Mis garras afiladas como las de una arpía
Hasta su corazón se abrirán un camino,

Y como un joven pájaro que tiembla y que palpita, 
Arrancaré del pecho su rojo corazón,
Para satisfacer mi bestia favorita
Se lo arrojaré al suelo, con desdén, sin pasión.

Hacia el cielo, en el cual ve un espléndido trono,
El poeta sereno dirige su plegaria,
Y los potentes rayos de su espíritu lúcido
Le impiden ver los pueblos erizados de rabia.

Bendito tú, señor, que das el sufrimiento
Como santo remedio de nuestras impurezas,
Y como el más excelso y más puro fermento
Que para los sagrados placeres nos da fuerza.

Yo sé bien que tú guardas un lugar al poeta
En las filas felices de tus santas legiones,
Y que es un invitado tuyo a la eterna fiesta
De virtudes, dominios y permanentes dones.


Yo sé bien que el dolor es la nobleza prístina
Contra la que no pueden la tierra y los infiernos,
Y que para tejer mi gran corona mística,
Hay que vencer los mundos y dominar los tiempos.

Ni las joyas perdidas de viejas capitales,
Los metales ocultos y las perlas del mar,
Montados por tu mano nunca serán bastantes 
Para esta diadema deslumbrante adornar.

Porque estará tan solo revestida de luz, 
Recogida en el foco de rayos primitivos,
Del que los ojos vivos en todos su esplendor,
No son más que reflejos vagos y oscurecidos.