Por: William Ospina
Es la mejor edad de
la vida. Pero no aquí.
¿Cuándo se
dará cuenta la ciega y sorda y sórdida dirigencia colombiana que nadie padece
tanto ni protagoniza tanto el drama de este país como esa juventud que debería
estar disfrutando las mieles de la vida y aquí es pasto de la desdicha, de la
incertidumbre y de la muerte?
A
veces nos dicen que el principal mal de Colombia es el desempleo, a veces que
la inseguridad, a veces que la violencia intrafamiliar, a veces que la
drogadicción, a veces que la exclusión. Pero con demasiada frecuencia todas
esas cosas recaen sobre el mismo sector social: los jóvenes entre los 15 y los
25 años. Tantos males acumulados son en realidad un mismo mal: el de un país
que no tiene la menor consideración por sus jóvenes, ni por su convulsionado
presente ni por su desesperanzado futuro.
Las
estadísticas revelan que en Colombia el índice de desempleo juvenil duplica el
de toda la América Latina. Nuestros jóvenes no tienen trabajo, el caso de las
mujeres es aún más alarmante que el de los hombres, y eso que no sabemos si en
las cifras de empleo se cuentan los muchachos que viven del rebusque en los
márgenes del código penal y las muchachas que viven de la noche.
Adolescentes.
Claro que deberían estar estudiando, como lo hacen todos en los países donde la
educación es un derecho, pero aquí, ya se sabe, la educación es un privilegio.
Deberían dejar para después las duras responsabilidades de la paternidad, pero
aquí no hay ejemplo, ni orientación, ni oficio, ni alternativa lúdica. Los
muchachos sin futuro tienen que convertirse en los padres tempranos de hijos
aun con menos futuro, en una progresión despiadada, y son consecuencia y son
causa de fenómenos alarmantes de violencia intrafamiliar.
Son
el blanco favorito de la publicidad, que les construye y les impone un
arquetipo de felicidad y de consumo. Aunque no haya con qué consumir, el
consumo no es una opción: es el deber maligno de las sociedades modernas. El
culto por la moda, por las marcas, por los artefactos: la cruel religión de la
época. En toda sociedad excluyente y estratificada muchos jóvenes se ven
forzados por el medio a obtener a cualquier costo los recursos para satisfacer
las órdenes del mercado. Parte de ese ritual son los certámenes de la conquista
amorosa, que nunca tuvo tantas exigencias. Donde es ya difícil sobrevivir, los
jóvenes tienen que impedir además ser discriminados y ninguneados en los
escenarios de la vida social.
¿Hay
alguien dispuesto a emplear a jóvenes que carecen de la calificación laboral
que brinda la escuela, de la formación que brinda el hogar, de las destrezas
que transmite la tradición, de las habilidades sociales que niega el orden
excluyente? Claro que sí, esos empleadores son la delincuencia, la mafia, la
guerrilla. Si aquí nadie les paga a los jóvenes un salario por crear, por
liderar procesos de convivencia, por persistir en una vocación o en un
aprendizaje, siempre hay quien está dispuesto a pagarles por empuñar un arma,
por formar un ejército, por robar, por espiar, por guardar espaldas, por romper
pechos.
Mucho
hay que cambiar y mucho que inventar en la educación contemporánea. La
educación que el mundo necesita no puede seguir siendo una empresa privada.
Debe enseñar a hacer, debe convertir en aulas la naturaleza y la calle, debe
formar ciudadanos y seres humanos, debe ser una inmensa inversión colectiva en
seguridad, en productividad, en afecto y en felicidad. No es sólo un problema
de pedagogía, es un problema de orden de la civilización.
Porque,
aunque ciertos decanos de economía, que por lo menos son expertos en
contabilidad, se apresuran a decirles a los jóvenes que hagan cuentas, que no
hay recursos para la educación gratuita que todos reclaman, conviene tener en
cuenta que invertir en educación no es sólo invertir en educación: es invertir
en seguridad, en salud, en empleo; es bajar a mediano plazo los gastos
militares y de policía, los gastos judiciales y carcelarios; es fortalecer las
instituciones, es cualificar la economía, es fortalecer la competencia
tecnológica, es invertir en la calidad de la vida ciudadana. Sobre todo si
logramos superar los criterios demasiado estrechos de la educación académica y
concebimos la educación como un gran proyecto colectivo para aprender oficios,
desarrollar destrezas, estimular talentos, fortalecer vocaciones, para
propiciar liderazgos y volver la vida una aventura creadora. No la educación
ultratecnificada y ultracostosa, que nos venden como la iglesia fuera de la
cual no hay salvación pero que deja a casi todo el mundo por fuera, la que
tiende a convertir a sus beneficiarios en gente mejor que el resto, lo que los
lleva a buscar escenarios más dignos de ellos, sino la educación dignificadora,
imaginativa y colectiva que cambie el país catastrófico de nuestros jóvenes en
un país que les despierte verdadero afecto y les genere verdadera
esperanza.