En el artículo anterior hablamos del dilema entre obedecer o transformar, y cómo cada gesto educativo, por pequeño que parezca, encierra una decisión ética. Pero detrás de esa tensión hay una pregunta más profunda, una que incomoda, divide y, sin embargo, no podemos seguir evitando: ¿por qué tomar partido?, ¿No debería la escuela mantenerse al margen, enseñar sin involucrarse, sin “contaminarse” con los problemas del mundo?
Esa creencia, la de que la escuela debe ser neutral, se repite tanto que parece de sentido común. Sin embargo, la neutralidad en educación no existe, y creer que existe solo sirve para mantener en pie un orden injusto.
La neutralidad: un mito cómodo
La
neutralidad escolar es una de las ficciones más persistentes del sistema
educativo.
Se presenta como una virtud: “enseñamos sin ideologías”, “formamos sin
inclinaciones políticas”, “nuestro deber no es opinar, sino educar”. Pero
detrás de esa aparente objetividad se esconde una decisión concreta: la de
proteger el orden existente. Decir “yo no me meto en eso” es, casi siempre, una
manera de dejar que otros sigan decidiendo. Y en la escuela, ese “no meterse”
tiene consecuencias profundas: define qué se enseña, qué se calla y qué se
naturaliza como normal.
Michael Apple lo explicó con precisión: el currículo no es un inventario de conocimientos, sino una selección cultural intencionada. Cada tema elegido, y cada tema excluido, responde a una visión del mundo. Por eso, cuando los programas de estudio dan voz solo a los vencedores, cuando la historia olvida las resistencias o la literatura ignora las voces afro e indígenas, la escuela ya tomó partido. Y no lo hizo por la verdad ni por la ciencia, sino por la versión del mundo que favorece a quienes siempre han tenido el micrófono.
La
neutralidad, entonces, no es ausencia de ideología: es la ideología del
privilegio.
Es el discurso de quienes pueden permitirse no cuestionar nada porque el
sistema los beneficia. Cuando un docente evita hablar de desigualdad porque “no
es su tema”, o elude discutir el conflicto armado porque “eso divide”, esa
supuesta neutralidad se convierte en una forma de complicidad con la
injusticia.
Neutralidad no es equilibrio: es silencio ante el poder. Y el silencio, en sociedades desiguales, siempre favorece al más fuerte.
¿Por qué tomar partido por quienes más lo necesitan?
Porque la desigualdad no es una idea abstracta: tiene rostro, nombre y edad. Está en el niño que llega con hambre y debe memorizar fórmulas, en la niña que abandona para cuidar a sus hermanos, en el joven que repite curso porque el estudio no le abre las mismas puertas que a otros. Está en los barrios donde la escuela es el único espacio de refugio y esperanza.
En esos contextos, la neutralidad no es justicia: es abandono. Callar ante la desigualdad no es mantenerse al margen, es ponerse del lado de quienes ya tienen poder. Tomar partido no es adoctrinar: es reconocer la asimetría de partida y actuar en consecuencia. No todos los estudiantes llegan al aula con las mismas condiciones. Pretender tratarlos igual, en nombre de la neutralidad, es una forma refinada de injusticia.
Tomar partido, en cambio, es un acto pedagógico de reparación. Significa ajustar tiempos, estrategias y expectativas para que los más vulnerables no sean siempre los que quedan atrás. Significa reconocer que sus historias, saberes y experiencias también son conocimiento.
Cuando la escuela se coloca del lado de los más vulnerables no hace caridad, cumple su función social. Afirma que la educación no puede limitarse a reproducir el mundo tal como es: debe abrir la posibilidad de uno distinto. Y ese gesto, tan elemental y tan político, convierte a la escuela en el primer laboratorio de justicia social.
El currículo como campo de poder
Solemos creer que los problemas de la educación se resuelven con nuevas metodologías o tecnologías. Pero el conflicto más profundo no está en los recursos, sino en lo que decidimos enseñar y en lo que dejamos fuera.
El currículo, que parece una lista técnica de asignaturas, es un campo de disputa política y cultural. Allí se define qué saberes tienen legitimidad, qué memorias se preservan y cuáles se silencian. Cuando se enseña historia sin memoria, se decide olvidar a los vencidos. Cuando se enseña ciencia sin ética, se legitima el poder sin responsabilidad. Cuando se enseña economía sin justicia, se naturaliza la desigualdad. Y cuando la obediencia se convierte en virtud, se entrena una sociedad que sabe mucho, pero comprende poco.
El currículo no solo transmite información: forma conciencia. Por eso, decidir qué entra y qué se omite equivale a decidir qué tipo de sociedad queremos construir.
Una escuela emancipadora debe revisar críticamente sus contenidos: preguntarse por qué los saberes comunitarios, artísticos, ancestrales o del cuidado siguen marginados. Una educación que solo forma para la eficiencia produce trabajadores obedientes, no ciudadanos críticos.
El reto no es actualizar el currículo: es democratizarlo. Permitir que estudiantes, familias y comunidades participen en su construcción. Que los problemas reales del entorno sean materia de estudio y que las aulas se conviertan en espacios donde se discuta el país que tenemos y el que queremos ser.
Enseñar no es llenar mentes de datos: es formar conciencia para la vida común. Solo así el currículo dejará de ser un instrumento de control para convertirse en una herramienta de emancipación colectiva.
Pensar la educación es pensar la justicia
Estanislao Zuleta decía que pensar no es repetir lo sabido, sino poner en cuestión lo evidente. Durante demasiado tiempo, la escuela ha hecho justamente lo contrario: repetir y normalizar lo establecido. Pensar la educación, en serio, implica preguntarse qué sociedad reproducimos cuando fingimos que la escuela está al margen del mundo. Cada práctica pedagógica, el currículo, la evaluación, la disciplina, expresa una idea de justicia y de poder.
Cuando la escuela evita los problemas sociales en nombre de la neutralidad, renuncia a formar conciencia. Y cuando no educa para pensar, otros lo hacen en su lugar: los medios, el mercado, la violencia. Si la escuela calla sobre las causas de la desigualdad, será la calle la que enseñe lo que significa no tener derechos.
Educar es asumir una posición ética frente a la injusticia. Cada acto de enseñanza define a quién miramos, a quién escuchamos y a quién dejamos fuera. Toda pedagogía que ignore esto termina sirviendo, aunque no lo pretenda, a la conservación del privilegio.
Tomar partido es actuar desde la conciencia, no desde la consigna. No se trata de bajar la política al aula, sino de elevar la educación al nivel de la ética. Una escuela justa no trata igual a todos, sino que reconoce las diferencias y las compensa. No distribuye notas, sino posibilidades.
La justicia educativa requiere pensamiento y compasión: la lucidez para entender el mundo y la voluntad de transformarlo. Solo así la educación podrá ser un camino hacia la libertad colectiva.
Romper la neutralidad: elegir el lado de la vida
Romper la neutralidad no divide a la escuela: le devuelve sentido. Una escuela neutral está vacía de historia y de propósito. Y una educación vacía de propósito solo produce engranajes, no ciudadanos. Educar no puede limitarse a preparar para el empleo o los exámenes. Es formar personas capaces de pensar, cuidar y transformar. Educar es un acto político, no partidista: una responsabilidad con la vida común.
Todo maestro, aun sin declararlo, ya ha tomado partido: o por la repetición o por el cambio; o por el miedo o por la esperanza; o por el silencio o por la palabra. Tomar partido por quienes más lo necesitan no excluye a nadie: amplía los márgenes de la justicia. Significa afirmar que todos merecen una educación que los reconozca como parte activa de la sociedad. Cuando la escuela se pone del lado de la vida, no cierra puertas, las abre. Empieza a enseñar matemáticas para comprender la desigualdad, biología para cuidar el planeta, historia para reconocer la memoria y literatura para imaginar futuros posibles.
Romper la neutralidad es afirmar que la educación no está al servicio del mercado, sino de la humanidad. Es recordar que cada niño y joven que llega al aula trae consigo no solo carencias, sino también potencial. Una escuela viva no mide todo, sino que se mide a sí misma frente a su tiempo. Elegir el lado de la vida no es adoctrinar: es sembrar pensamiento, cuidado y esperanza. Porque pensar críticamente es también una forma de defender la vida.
Romper la neutralidad no es ir contra la escuela: es volver a creer en ella. Cada clase puede ser un gesto de dignidad; cada diálogo, un pacto por la vida. Si la escuela elige el lado de la vida, la sociedad aún tiene esperanza.
Hacia una escuela que imagine otra sociedad
Romper la neutralidad es apenas el inicio. El verdadero desafío es construir, dentro de la escuela, los primeros ensayos de la sociedad que soñamos.
La escuela no debe esperar a que cambie el país para cambiar su práctica. Puede hacerlo hoy, en lo cotidiano: en una conversación que sustituye la orden, en una pregunta que provoca reflexión, en una evaluación que escucha en lugar de castigar. Cada aula puede convertirse en un laboratorio de justicia, diálogo y solidaridad. Cuando los estudiantes debaten sin miedo, cuando el maestro se reconoce aprendiz, cuando la comunidad educativa actúa sobre su entorno, la escuela deja de ser espectadora y se convierte en actor político del cambio.
La educación emancipadora no se mide por la cantidad de contenidos, sino por su capacidad de imaginar colectivamente un mundo distinto. Educar para imaginar es educar para no aceptar lo dado como destino. Así, la escuela deja de reproducir lo existente y se transforma en una asamblea de futuro. Entre pupitres, pantallas y silencios compartidos, se ensayan nuevas formas de convivencia, autoridad y libertad. Cada clase puede ser una semilla de esa sociedad que aún no existe, pero que empieza a germinar cuando alguien se atreve a imaginarla.
De eso tratará el próximo bloque sobre la Escuela Emancipadora, La escuela como escenario político, y el siguiente artículo: El aula como espacio de diálogo y pensamiento crítico. Porque si la neutralidad inmoviliza, el diálogo moviliza; si el silencio encierra, la palabra libera. Y solo una escuela que sepa dialogar puede enseñar a construir una sociedad más justa y consciente.

