lunes, 13 de octubre de 2025

3. La escuela nunca es neutral

 


 

En el artículo anterior hablamos del dilema entre obedecer o transformar, y cómo cada gesto educativo, por pequeño que parezca, encierra una decisión ética. Pero detrás de esa tensión hay una pregunta más profunda, una que incomoda, divide y, sin embargo, no podemos seguir evitando: ¿por qué tomar partido?, ¿No debería la escuela mantenerse al margen, enseñar sin involucrarse, sin “contaminarse” con los problemas del mundo?

Esa creencia, la de que la escuela debe ser neutral, se repite tanto que parece de sentido común. Sin embargo, la neutralidad en educación no existe, y creer que existe solo sirve para mantener en pie un orden injusto.

 

La neutralidad: un mito cómodo

La neutralidad escolar es una de las ficciones más persistentes del sistema educativo.
Se presenta como una virtud: “enseñamos sin ideologías”, “formamos sin inclinaciones políticas”, “nuestro deber no es opinar, sino educar”. Pero detrás de esa aparente objetividad se esconde una decisión concreta: la de proteger el orden existente. Decir “yo no me meto en eso” es, casi siempre, una manera de dejar que otros sigan decidiendo. Y en la escuela, ese “no meterse” tiene consecuencias profundas: define qué se enseña, qué se calla y qué se naturaliza como normal.

Michael Apple lo explicó con precisión: el currículo no es un inventario de conocimientos, sino una selección cultural intencionada. Cada tema elegido, y cada tema excluido, responde a una visión del mundo. Por eso, cuando los programas de estudio dan voz solo a los vencedores, cuando la historia olvida las resistencias o la literatura ignora las voces afro e indígenas, la escuela ya tomó partido. Y no lo hizo por la verdad ni por la ciencia, sino por la versión del mundo que favorece a quienes siempre han tenido el micrófono.

La neutralidad, entonces, no es ausencia de ideología: es la ideología del privilegio.
Es el discurso de quienes pueden permitirse no cuestionar nada porque el sistema los beneficia. Cuando un docente evita hablar de desigualdad porque “no es su tema”, o elude discutir el conflicto armado porque “eso divide”, esa supuesta neutralidad se convierte en una forma de complicidad con la injusticia.

Neutralidad no es equilibrio: es silencio ante el poder. Y el silencio, en sociedades desiguales, siempre favorece al más fuerte.

 

¿Por qué tomar partido por quienes más lo necesitan?

Porque la desigualdad no es una idea abstracta: tiene rostro, nombre y edad. Está en el niño que llega con hambre y debe memorizar fórmulas, en la niña que abandona para cuidar a sus hermanos, en el joven que repite curso porque el estudio no le abre las mismas puertas que a otros. Está en los barrios donde la escuela es el único espacio de refugio y esperanza.

En esos contextos, la neutralidad no es justicia: es abandono. Callar ante la desigualdad no es mantenerse al margen, es ponerse del lado de quienes ya tienen poder. Tomar partido no es adoctrinar: es reconocer la asimetría de partida y actuar en consecuencia. No todos los estudiantes llegan al aula con las mismas condiciones. Pretender tratarlos igual, en nombre de la neutralidad, es una forma refinada de injusticia.

Tomar partido, en cambio, es un acto pedagógico de reparación. Significa ajustar tiempos, estrategias y expectativas para que los más vulnerables no sean siempre los que quedan atrás. Significa reconocer que sus historias, saberes y experiencias también son conocimiento.

Cuando la escuela se coloca del lado de los más vulnerables no hace caridad, cumple su función social. Afirma que la educación no puede limitarse a reproducir el mundo tal como es: debe abrir la posibilidad de uno distinto. Y ese gesto, tan elemental y tan político, convierte a la escuela en el primer laboratorio de justicia social.

 

El currículo como campo de poder

Solemos creer que los problemas de la educación se resuelven con nuevas metodologías o tecnologías. Pero el conflicto más profundo no está en los recursos, sino en lo que decidimos enseñar y en lo que dejamos fuera.

El currículo, que parece una lista técnica de asignaturas, es un campo de disputa política y cultural. Allí se define qué saberes tienen legitimidad, qué memorias se preservan y cuáles se silencian. Cuando se enseña historia sin memoria, se decide olvidar a los vencidos. Cuando se enseña ciencia sin ética, se legitima el poder sin responsabilidad. Cuando se enseña economía sin justicia, se naturaliza la desigualdad. Y cuando la obediencia se convierte en virtud, se entrena una sociedad que sabe mucho, pero comprende poco.

El currículo no solo transmite información: forma conciencia. Por eso, decidir qué entra y qué se omite equivale a decidir qué tipo de sociedad queremos construir.

Una escuela emancipadora debe revisar críticamente sus contenidos: preguntarse por qué los saberes comunitarios, artísticos, ancestrales o del cuidado siguen marginados. Una educación que solo forma para la eficiencia produce trabajadores obedientes, no ciudadanos críticos.

El reto no es actualizar el currículo: es democratizarlo. Permitir que estudiantes, familias y comunidades participen en su construcción. Que los problemas reales del entorno sean materia de estudio y que las aulas se conviertan en espacios donde se discuta el país que tenemos y el que queremos ser.

Enseñar no es llenar mentes de datos: es formar conciencia para la vida común. Solo así el currículo dejará de ser un instrumento de control para convertirse en una herramienta de emancipación colectiva.

 

Pensar la educación es pensar la justicia

Estanislao Zuleta decía que pensar no es repetir lo sabido, sino poner en cuestión lo evidente. Durante demasiado tiempo, la escuela ha hecho justamente lo contrario: repetir y normalizar lo establecido. Pensar la educación, en serio, implica preguntarse qué sociedad reproducimos cuando fingimos que la escuela está al margen del mundo. Cada práctica pedagógica, el currículo, la evaluación, la disciplina, expresa una idea de justicia y de poder.

Cuando la escuela evita los problemas sociales en nombre de la neutralidad, renuncia a formar conciencia. Y cuando no educa para pensar, otros lo hacen en su lugar: los medios, el mercado, la violencia. Si la escuela calla sobre las causas de la desigualdad, será la calle la que enseñe lo que significa no tener derechos.

Educar es asumir una posición ética frente a la injusticia. Cada acto de enseñanza define a quién miramos, a quién escuchamos y a quién dejamos fuera. Toda pedagogía que ignore esto termina sirviendo, aunque no lo pretenda, a la conservación del privilegio.

Tomar partido es actuar desde la conciencia, no desde la consigna. No se trata de bajar la política al aula, sino de elevar la educación al nivel de la ética. Una escuela justa no trata igual a todos, sino que reconoce las diferencias y las compensa. No distribuye notas, sino posibilidades.

La justicia educativa requiere pensamiento y compasión: la lucidez para entender el mundo y la voluntad de transformarlo. Solo así la educación podrá ser un camino hacia la libertad colectiva.

 

Romper la neutralidad: elegir el lado de la vida

Romper la neutralidad no divide a la escuela: le devuelve sentido. Una escuela neutral está vacía de historia y de propósito. Y una educación vacía de propósito solo produce engranajes, no ciudadanos. Educar no puede limitarse a preparar para el empleo o los exámenes. Es formar personas capaces de pensar, cuidar y transformar. Educar es un acto político, no partidista: una responsabilidad con la vida común.

Todo maestro, aun sin declararlo, ya ha tomado partido: o por la repetición o por el cambio; o por el miedo o por la esperanza; o por el silencio o por la palabra. Tomar partido por quienes más lo necesitan no excluye a nadie: amplía los márgenes de la justicia. Significa afirmar que todos merecen una educación que los reconozca como parte activa de la sociedad. Cuando la escuela se pone del lado de la vida, no cierra puertas, las abre. Empieza a enseñar matemáticas para comprender la desigualdad, biología para cuidar el planeta, historia para reconocer la memoria y literatura para imaginar futuros posibles.

Romper la neutralidad es afirmar que la educación no está al servicio del mercado, sino de la humanidad. Es recordar que cada niño y joven que llega al aula trae consigo no solo carencias, sino también potencial. Una escuela viva no mide todo, sino que se mide a sí misma frente a su tiempo. Elegir el lado de la vida no es adoctrinar: es sembrar pensamiento, cuidado y esperanza. Porque pensar críticamente es también una forma de defender la vida.

Romper la neutralidad no es ir contra la escuela: es volver a creer en ella. Cada clase puede ser un gesto de dignidad; cada diálogo, un pacto por la vida. Si la escuela elige el lado de la vida, la sociedad aún tiene esperanza.

 

Hacia una escuela que imagine otra sociedad

Romper la neutralidad es apenas el inicio. El verdadero desafío es construir, dentro de la escuela, los primeros ensayos de la sociedad que soñamos.

La escuela no debe esperar a que cambie el país para cambiar su práctica. Puede hacerlo hoy, en lo cotidiano: en una conversación que sustituye la orden, en una pregunta que provoca reflexión, en una evaluación que escucha en lugar de castigar. Cada aula puede convertirse en un laboratorio de justicia, diálogo y solidaridad. Cuando los estudiantes debaten sin miedo, cuando el maestro se reconoce aprendiz, cuando la comunidad educativa actúa sobre su entorno, la escuela deja de ser espectadora y se convierte en actor político del cambio.

La educación emancipadora no se mide por la cantidad de contenidos, sino por su capacidad de imaginar colectivamente un mundo distinto. Educar para imaginar es educar para no aceptar lo dado como destino. Así, la escuela deja de reproducir lo existente y se transforma en una asamblea de futuro. Entre pupitres, pantallas y silencios compartidos, se ensayan nuevas formas de convivencia, autoridad y libertad. Cada clase puede ser una semilla de esa sociedad que aún no existe, pero que empieza a germinar cuando alguien se atreve a imaginarla.

De eso tratará el próximo bloque sobre la Escuela Emancipadora, La escuela como escenario político, y el siguiente artículo: El aula como espacio de diálogo y pensamiento crítico. Porque si la neutralidad inmoviliza, el diálogo moviliza; si el silencio encierra, la palabra libera. Y solo una escuela que sepa dialogar puede enseñar a construir una sociedad más justa y consciente.

lunes, 6 de octubre de 2025

2. ¿Obedecer o transformar? El dilema oculto de la escuela

 


 

En el artículo anterior hablamos de la educación como camino de emancipación, de esa posibilidad que tiene la escuela de formar personas capaces de pensar, decidir y transformar su realidad. Pero esa idea, aunque inspiradora, tropieza con una tensión profunda que atraviesa toda la historia educativa: la tensión entre obedecer y transformar.

Porque si algo caracteriza a la escuela moderna —en Colombia y en buena parte del mundo— es su ambivalencia: fue creada para educar al ciudadano, pero también para disciplinar al sujeto. En ella se nos enseña a leer y escribir, pero también a callar en el momento indicado. Se nos invita a pensar, pero dentro de los límites de lo permitido. La escuela es, al mismo tiempo, promesa de libertad y dispositivo de control.

 

La escuela que nació para ordenar el mundo

A mediados del siglo XIX, cuando en Colombia se consolidaba el modelo republicano, la escuela se convirtió en el gran laboratorio del orden social. Tenía que civilizar, moralizar y producir ciudadanos obedientes a la ley. El aula se organizó como una pequeña fábrica: filas, horarios, campanas, uniformes, inspecciones. Cada gesto, cada silencio, cada tarea servía para enseñar algo más que contenidos: enseñaba cómo comportarse dentro de un sistema.

Michel Foucault lo explicó con precisión, decía que las instituciones modernas —la escuela, el cuartel, la cárcel, el hospital— tienen una estructura similar: vigilan, clasifican, corrigen. No lo hacen por maldad, sino porque fueron creadas para garantizar la disciplina de los cuerpos y las mentes. La escuela enseña a “estar en su puesto”, a seguir instrucciones, a no salirse de la línea. La escuela se volvió el escenario perfecto para ese control “amable”: no hay látigos, pero sí jerarquías invisibles; no hay barrotes, pero sí timbres que marcan el ritmo de la obediencia.

En Colombia, se reprodujo esta lógica: un maestro vigilante, un estudiante que escucha, un currículum diseñado para garantizar uniformidad. La autoridad se entendía como orden, y el orden como virtud. Además, esto se refuerza con una historia atravesada por la desigualdad: para los más pobres, la escuela debía garantizar docilidad; para los más privilegiados, liderazgo. A muchos niños se les educó para obedecer, no para decidir.

Pero ese proyecto disciplinario nunca ha sido total. Siempre ha habido grietas. En cada generación aparecen maestros y estudiantes que entienden que la educación puede ser otra cosa: un ejercicio de libertad, no de domesticación.

 

Cuando la obediencia se confunde con “educación”

Todavía hoy, esa herencia se nota en muchas prácticas cotidianas. El estudiante ejemplar es quien no interrumpe, el buen grupo es el que se mantiene en silencio, la buena escuela es la que “se ve organizada” desde afuera. Es la herencia de una educación donde pensar diferente es sinónimo de desobedecer.

En muchos colegios, incluso los más modernos, sigue existiendo una rutina invisible: el timbre que marca cada movimiento; la fila que enseña a esperar órdenes; la clase que empieza con “saquen una hoja”; la evaluación que premia la repetición.

Es una coreografía de obediencia tan naturalizada que cuesta verla. Pero cuando un estudiante pregunta “¿por qué?”, cuando se atreve a cuestionar una norma injusta, cuando propone cambiar una actividad, está haciendo algo mucho más profundo que portarse mal: está ejerciendo autonomía.

Llamamos “formación en valores” a lo que muchas veces no es más que adiestramiento en la docilidad. Se premia la puntualidad mecánica, pero no la curiosidad; se sanciona el error, pero no la injusticia. En esa lógica, la educación se convierte en una especie de ballet disciplinario donde todos se mueven coordinados, pero pocos piensan hacia dónde van.

Sin embargo, incluso dentro de esa coreografía, aparecen fisuras. Cada vez que un estudiante pregunta “¿por qué?”, cada vez que un maestro decide cambiar la rutina para debatir un problema real del barrio, algo se fractura en el viejo orden de la obediencia. Y allí empieza la posibilidad de una educación diferente.

 

El aula como espacio de resistencia y creación

Paulo Freire, en Pedagogía del oprimido, insistía en que la educación no puede ser neutral: o sirve para domesticar o sirve para liberar. Nos recordó que enseñar no es llenar cabezas, sino despertar conciencia. La educación puede ser un acto de liberación si cambia la dirección de la mirada: de la obediencia al diálogo, del miedo a la participación. Su crítica a la “educación bancaria” —esa que deposita conocimientos como monedas— sigue teniendo plena vigencia.

Una educación emancipadora no pide sumisión, pide diálogo. No busca respuestas correctas, sino preguntas que incomoden. En lugar de preguntar “¿quién me obedece?”, un maestro emancipador se pregunta “¿quién se atreve a pensar?”.

En muchos lugares de Colombia ya se ven señales de esa transformación silenciosa: escuelas donde los estudiantes construyen con sus maestros las normas de convivencia; clases donde se debaten los conflictos del territorio y se proponen soluciones colectivas; docentes que integran el arte, la memoria o la investigación comunitaria como ejes de aprendizaje.

Son pequeños actos de rebeldía pedagógica, pero también de confianza: el maestro que entrega la palabra, el estudiante que asume la responsabilidad de pensar, gestos que devuelven la palabra, que desactivan la jerarquía, que recuerdan que enseñar también puede ser un acto de confianza. Ahí la escuela deja de ser fábrica y se convierte en taller de humanidad.

 

Entre la obediencia y la autonomía: el dilema sigue abierto

La escuela puede ser el lugar donde aprendemos a obedecer sin pensar… o el lugar donde aprendemos a pensar sin miedo. Todo depende de las decisiones cotidianas: de si evaluamos para controlar o para comprender, de si enseñamos para repetir o para crear, de si formamos para el trabajo o para la vida digna.

No se trata de abolir toda norma ni de convertir el aula en un caos romántico. La disciplina puede ser necesaria, pero debe estar al servicio de la autonomía, no de la sumisión. El orden tiene sentido solo cuando abre caminos, no cuando los cierra. Porque el dilema no es nuevo, pero sigue vigente: cada día, cada clase, la escuela elige entre reproducir o transformar.

El verdadero dilema de la escuela contemporánea no es entre autoridad o libertad, sino entre autoritarismo o responsabilidad compartida. Porque educar también es enseñar a decidir, a discernir, a asumir consecuencias. Y en esa elección —silenciosa pero trascendental— se juega el futuro de una educación verdaderamente libre.

La pregunta sigue siendo vigente:

¿Formamos estudiantes que sepan seguir instrucciones o ciudadanos capaces de construir nuevas rutas?

 

Hacia el siguiente paso: reconocer el poder que habita la escuela

En el fondo, esta tensión entre obedecer y transformar nos conduce a un punto más profundo: la escuela es un espacio de poder. Un poder que puede controlar o liberar, excluir o incluir, silenciar o amplificar voces.

Ese será el tema del próximo artículo: La escuela nunca es neutral.
Allí exploraremos cómo cada decisión —desde el currículo hasta el tono de voz de un maestro— expresa una posición frente al poder y la sociedad.
Porque emanciparse, en el fondo, empieza por reconocer el poder que ejercemos y el que permitimos ejercer sobre nosotros.