Estanislao Zuleta fue más que un filósofo: celebraba el presente a
través del conocimiento y pensaba que un mundo extraordinario sí era posible.
Este es un retrato íntimo de sus enseñanzas, su historia y sus convicciones.
Recuerdo que una
noche estábamos en fiesta con un grupo de amigos y comenzamos a cantar.
Estanislao Zuleta era uno de los contertulios y de repente vi que entraba en el
coro y entonaba con los demás un tango. “Estanislao —le dije—, pensé que no te
gustaban los tangos”. “Y no me gustan —respondió—, pero nunca he podido olvidar
que mi padre murió con Gardel”.
Tengo la sensación
de que en ese recuerdo está cifrado mucho de lo que era Estanislao Zuleta. No
sólo porque allí está uno de sus más decisivos recuerdos personales, el de ese
padre al que no alcanzó a conocer pero que no podía dejar de ser su sombra
tutelar, porque llevaba su mismo nombre y porque trazó en su breve vida el
signo de lo que sería el destino de su hijo: los libros, las amistades
literarias, el arte de la conversación, sino también porque revela esa
capacidad de Estanislao de no renunciar a sus convicciones pero establecer un
dialogo, una suerte de pacto, con la realidad.
Mucho habrá
meditado en su vida sobre ese padre ausente, al que él debió reemplazar con una
larga serie de padres míticos: Kant y Marx, Nietzsche y Freud, instauradores
del sentido de nuestra época, grandes descifradores de nuestras tragedias
históricas, de los que había que aprenderlo todo pero con los que había que
librar también grandes combates.
Tal vez esa
evidencia de la muerte como realidad suprema y como límite hizo de Estanislao
un ser tan aferrado al presente como morada de la existencia. Le gustaba más
filosofar en medio de la tertulia, hacer de la vida una fiesta viva del
pensamiento, antes que confinarse en los cubículos de la academia. Siempre
vuelvo a escuchar una frase de Goethe que a menudo escuché de sus labios. “No
la busques en el pasado por medio de la añoranza, no la busques en el futuro
por medio de la esperanza, porque la felicidad está siempre aquí, está en ti,
eres tú quien no estás a su altura”. Algo lo llamaba continuamente a vivir el
presente, a superar la pesadumbre del pasado viviendo el ahora con plenitud. A
decirse: si el hoy es bello, todo el ayer está justificado.
Cuando pienso en
Estanislao Zuleta, viene menos a mi memoria un profesor, un conferencista, un
polemista, que un hombre aplicado a compartir con los demás la pasión de vivir,
el esfuerzo por hacer de la vida algo significativo, la pasión por el
pensamiento, la pregunta por la belleza, el culto de la creación, el anhelo
continuo de descifrar los enigmas del arte, de entender los dramas de la
historia, de encontrar caminos para la sociedad.
Estanislao leía
mucho, leía desde niño, leía continuamente, pero yo tengo la sensación de que
sus verdades más profundas ya las llevaba consigo, y no se las habían dado los
grandes filósofos, ni los grandes teóricos de la política, ni los graves
profesores, sino los poetas y los artistas.
“¿Sabes por qué
lloras —decía citando a Hölderlin— a causa de qué languideces? ¿Sabes qué es
aquello por lo cual has hecho duelo en el fondo de todos tus duelos? No es por
algo que hayas perdido hace apenas algunos años. Nadie podría decir exactamente
cuándo estuvo aquí, ni cuándo se fue. Pero es algo que existe, que está en ti.
Tú marchas en busca de un mundo mejor y de un tiempo más bello”. Yo tenía 20
años cuando lo conocí, y desde entonces supe que ser amigo de Estanislao era
marchar en busca de un mundo mejor y de un tiempo más bello. Que lo que había
en él sobre todo era un juicio severo sobre el orden mental y moral en que
vivíamos, una valoración de la herencia de la civilización.
Estanislao era un
gran rebelde y un gran revolucionario. Pero su deseo de una revolución no se
limitaba a la búsqueda del derrocamiento de unas castas políticas, ni siquiera
a la búsqueda de la destrucción de un sistema económico. Su rebeldía iba más
allá. Él soñaba con la instauración de un orden distinto de civilización. Él
creía en el llamado de Hölderlin de que todo debe cambiar en todas partes, la
educación, el trabajo, la fiesta, la moral, nuestra relación con el cuerpo, con
la memoria, con la ley, con la imaginación.
Por eso, aunque
participó de las esperanzas que había fundado en el mundo moderno el
pensamiento de Marx, la búsqueda de otro orden político, luchó siempre por
superar los dogmas marxistas, unos nacidos del pragmatismo político pero otros
gestados incluso en la fronda ideológica que Federico Engels había tejido en
torno a las teorías de Marx.
Yo creo, y esto no
es una afirmación sino sólo una sospecha, que Estanislao desconfiaba de esa
tendencia tan alemana a hacer de cada idea afortunada el fundamento de un
sistema que diera razón de todas las cosas. Tal vez Estanislao no habría dejado
de aprobar la afirmación de Borges de que un sistema consiste simplemente de
subordinar todos los aspectos del universo a uno cualquiera de ellos. Sí, todo
está determinado por la economía, pero también todo está determinado por la
psicología, pero también todo está determinado por la biología, pero también
todo está determinado por el orden cultural.
Kant había
sostenido que hay que esforzarse por hacer filosófica a la humanidad. Volver a
la humanidad consciente de sus circunstancias, lógica en su conducta,
responsable de sus acciones, consecuente con sus convicciones. Es un alto
propósito, pero a nadie se le escapa que pocas propuestas son tan difíciles de
realizar. Si ya es difícil hacer que los filósofos vivan filosóficamente, ¿cómo
haremos para que los siete mil millones de personas que hoy fatigan el mundo
razonen con lucidez y obren con justicia? Sin embargo, no tenemos otra opción
que insistir en esa tentativa.
Hay que saber que
todo está determinado por unas causas, pero al mismo tiempo hay que creer que
podemos cambiar nuestro destino. “No somos libres —le oí decir un día a
Estanislao—, pero nuestro deber es actuar como si lo fuéramos”. Tenía razón. Es
verdad que toda nuestra vida está condicionada por nuestro origen, por nuestra
familia, por nuestra fisiología, por nuestra lengua, por el orden moral y
cultural en que crecimos, por el mundo al que pertenecemos; pero si obráramos
como si no tuviéramos voluntad, todo en nuestra vida sería fatalismo e
indolencia. Asumir que podemos luchar contra el destino, que podemos gobernar
nuestras acciones, no sólo nos salva de la peor de las locuras, que es el
abandono ciego a los apetitos y a los impulsos, sino que configura realmente un
margen de voluntad, y termina fundándonos como seres libres.
Marx postuló que a
través del Estado la humanidad podría alcanzar un nuevo y más justo orden
social, que una clase social despojada podía tomar las riendas del Estado y a
través de él obrar la vasta redención de la especie contra las miserias de la
historia. Lo que nos demostró el siglo XX fue que de la aventura grandiosa de
la toma del poder por el proletariado en la Unión Soviética o en la China, no
se alzó ese socialismo humanista que Marx buscaba, ni ese proceso de gradual
extinción del Estado que predicaba su doctrina, sino la instauración de unas
élites burocráticas que en nombre del proletariado tiranizaban a la humanidad.
No se puede negar
que el sueño había sido generoso y grande. Pero tampoco se puede negar que el
totalitarismo frustró la nobleza de ese sueño. Y, aun así, tampoco puede
negarse que sólo gracias a la Revolución China, un país inmenso que había sido
convertido por el colonialismo europeo en una suerte de estremecedor basurero
humano, no sólo le devolvió su dignidad a mil millones de personas sino que
emergió en el siglo XXI como la primera potencia planetaria.
Ningún otro modelo
político ni económico habría podido obrar un milagro tan colosal en sólo medio
siglo con la nación más poblada del planeta, una quinta parte de la humanidad.
Y sin embargo, cuán lejos está la China del ideal de justicia, de la
instauración de un ser humano altamente creador, que despliegue sus
posibilidades y que sea el heredero de todos los refinamientos de la
civilización. Y cuán grande es el peligro hoy de que la sociedad china, con su
industrialismo, su consumismo, su inscripción en las expectativas de la
sociedad capitalista, se convierta sin proponérselo en el verdugo ambiental del
planeta.
Ahora bien, qué
enorme aporte en la lucha contra la infelicidad humana hizo en las primeras
décadas del siglo XX ese hombre extraordinariamente lúcido, sensible y generoso
que se llamó Sigmund Freud. Qué sabia su manera de entender que nuestra
conducta está determinada por los centrales acontecimientos de nuestra
infancia, por los afectos que nos inscribieron en el orden social, por nuestra
temprana configuración como criaturas de sexualidad y de deseo. Qué admirable
propuesta la de convertir al lenguaje, del que estamos tejidos, en el
instrumento mismo de la comprensión de lo que somos y de la transformación de
nuestra conducta.
Lo que no está
claro es de qué manera el psicoanálisis podría cambiar a sociedades enteras, en
una época donde todos los poderes conspiran para alienar al género humano,
cuando nos precipitamos masivamente en las adicciones, en la paranoia de la
vigilancia colectiva, en estados infinitamente controladores de la vida
individual, en la edad de los entusiasmos vacíos, en la histeria de las
identidades ficticias, en la construcción de seductores arquetipos
publicitarios y mediáticos a los que tiene que corresponder cada individuo.
Y también fue una
preocupación de Estanislao descubrir si el psicoanálisis, en su esfuerzo
generoso por disminuir la angustia del paciente ayudándole a adaptarse al mundo
en que vive, puede perder su filo crítico y terminar construyendo simplemente
seres integrados, cuando el desorden global parece exigir cada vez más seres
desadaptados y rebeldes, ansiosos de un orden más humano y de un proceso
cultural de grandes transformaciones.
Es extraño que en
esa misma cultura alemana, que engendró a Marx y a Freud, desde la que fueron
formuladas sus teorías y donde se vivió también la tentación de erigir esas
teorías en el fundamento de sistemas totales, haya surgido la obra
desconcertante de Friedrich Nietzsche, su desafío al orden mental y moral de la
civilización, su examen radical del sistema de valores de Occidente; esa labor
como de francotirador que desconfía de los sistemas, que apunta a derribar las
grandes verdades, que sometió a crítica el orden académico, el poder religioso,
los prejuicios estéticos, los estereotipos literarios.
Qué admirable su
capacidad de poner en cuestión hasta la supuesta coherencia del pensamiento,
ese arte poético de sembrar paradojas que caracteriza a Nietzsche, su intento
por revalorar el horizonte filosófico anterior a la edad de los dogmas, por
reivindicar la filosófica diversidad presocrática. Qué notable que la obra de
Nietzsche esté tan llena de contradicciones, y que sus estudiosos no caigan sin
embargo en la ingenua tentación de denunciarlo por incoherencia, sino que más
bien se animen a buscar en él motivos más profundos, como aquel autor que
afirmó: “Las contradicciones de Nietzsche son incomprensibles, a no ser que se
trate del estratega común de dos bandos opuestos y que esté conspirando el
triunfo de un misterioso tercero”.
Todo esto para
decir que Estanislao Zuleta era un hombre plenamente contemporáneo cuando a
mediados del siglo XX asumió a Kant, a Marx, a Freud y a Nietzsche como sus
interlocutores en la aventura de pensar, y asumió una posición aún más radical,
la de considerar la poesía y las artes como propuestas de conocimiento tan
válidas como la filosofía y mucho más capaces incluso de orientar la conducta y
de contribuir a la instauración de un nuevo ser humano como sujeto de la
historia.
La poesía era para
él un aliado continuo en el ejercicio del pensamiento. Un día le pregunté si
creía que era verdad que a la iglesia no le gustan los místicos. “No le gustan
—me respondió—, porque los místicos tienen una relación personal con la
divinidad y pueden prescindir de la intermediación de la burocracia
sacerdotal”. Enseguida me ofreció su demostración de cómo es la relación
directa de los místicos con Dios, recitando unos versos de San Juan de la Cruz:
Descubre tu
presencia
Y mátenme tu vista
y hermosura.
Mira que la
dolencia
De amor que no se
cura
Sino con la
presencia y la figura.
Dialogar con
Estanislao Zuleta era dialogar con la gran cultura universal. Verlo reflexionar
sobre Shakespeare, por ejemplo, en esas conferencias en las que no tenía ningún
libro al frente, era asombroso, porque conocía a cada uno de los personajes y
podía incluso establecer paralelos entre ellos, comparar la impaciencia de
Romeo con la inseguridad de Otelo, contrastar la psicología del villano que
está destrozado por la culpa, como Macbeth, con la psicología del villano que
no siente culpa alguna de sus villanías, como Ricardo III. Los cursos que
dictaba sobre Tolstoi, sobre Cervantes, sobre Shakespeare, sobre Kafka, sobre
Poe, sobre Thomas Mann, sobre tantos y tantos autores, y que por fortuna fueron
salvados por las grabaciones magnetofónicas de sus discípulos, nos brindan la
ocasión de acceder a variados ejemplos de su manera de leer, siempre abierta a
la reflexión y a la creación.
Recuerdo que en
1982 yo había escrito un ensayo sobre la obra del poeta Aurelio Arturo, al que
acababa de descubrir, y que me había impresionado vivamente. Yo me preguntaba
qué pensaría Estanislao de Arturo, pero no había tenido la ocasión de
preguntárselo. Cierto día en que estábamos hablando, Estanislao me hizo sentir
que se había interesado en Arturo, y añadió: “para comprobar que Aurelio Arturo
es un gran poeta, basta fijarse en este par de versos:
Te hablo de las
vastas noches alumbradas
Por una estrella de
menta que enciende toda sangre.
Estrella de menta
—repitió—, sólo un gran poeta logra aproximar así lo más lejano, que es una
estrella, con lo más cercano, que es un sabor”.
De esas cosas
estaba llena siempre su conversación. Recuerdo haberlo visto leer una tarde
todo el poema Acuarimántima de Porfirio Barba Jacob, celebrando por momentos
sus triunfos musicales, censurando a veces sus errores estéticos. Siempre me
parece oír con la voz de Estanislao, y con el ritmo de sus manos llevando la
cadencia de los versos, el que consideraba tal vez el mejor poema de Pablo
Neruda, El gran océano, que está en el Canto General:
Si de tus dones y
de tus destrucciones, Océano, a mis manos,
pudiera destinar
una medida, una fruta, un fermento,
escogería tu reposo
distante, las líneas de tu acero,
tu extensión
vigilada por el aire y la noche,
y la energía de tu
idioma blanco
que destroza y
derriba sus columnas
en su propia pureza
demolida.
No es la última
ola, con su salado peso,
la que tritura
costas, y produce
la paz de arena que
rodea el mundo,
es el central
volumen de la fuerza,
la potencia
extendida de las aguas,
la inmóvil soledad
llena de vidas.
Estanislao decía
los poemas con un moroso deleite, paladeando la música, y siempre acentuaba las
palabras con un movimiento de su mano, como si estuviera marcando el ritmo.
Concedía a la poesía la mayor importancia, y en algún lugar declaró, para
sorpresa de algunos racionalistas, que un poema es una palabra sagrada, y que
una palabra sagrada es una palabra que no puede ser falsa, que se define como
verdadera o nula, como la música. Es decir, que a partir del momento en que la
sensibilidad y la imaginación aceptan que algo es poesía, esas palabras ya no
están sujetas a refutación, ya pertenecen a un orden superior del lenguaje, no
son una hipótesis discutible sino una verdad inconmovible del corazón.
Por Estanislao
conocí yo hace cuarenta años a Hölderlin, que se convertiría desde entonces
para mí en el más entrañable de los poetas, y cuyos enigmas iluminan y orientan
buena parte de mis reflexiones.
Abiertamente
consagré mi corazón
a la tierra
grave y doliente,
y con frecuencia,
en la noche sagrada,
le prometí que la
amaría fielmente
hasta la muerte
sin temor,
con toda su pesada
carga de fatalidad
y que no
despreciaría ninguno de sus enigmas.
Y así me ligué a
ella, con un lazo mortal.
Estos versos, que
yo inicialmente pensé que eran un poema aislado, y después descubrí que eran un
fragmento del inconcluso drama filosófico Empédocles, fueron las primeras
palabras de Hölderlin que llegaron a mi vida, a mi vida que desde entonces ha
estado llena de Hölderlin, y son las palabras que están grabadas desde hace
veinticinco años en la tumba de Estanislao.
Yo sé que fue
maestro de filosofía y de psicología, de economía política y de crítica de
arte, interrogador de la pintura y de la música, lector de realidades sociales,
descifrador de enigmas, polemista apasionado, gran amigo, un hombre epicúreo y
dionisíaco que vivió con grandeza y con exceso, con lucidez y con plenitud.
Conmigo fue el ser más cordial, generoso de su tiempo y de su saber. Creía que
si tenemos buena memoria es porque vivimos las cosas con pasión, con atención y
con compromiso. Sentía que en todo ser humano puede estar el germen de un
artista, de un pensador, de un gran creador. Sabía que un orden social
favorable y generoso engendra seres humanos más responsables, más creativos y
más plenos. Y si era un rebelde y un revolucionario en Colombia y en nuestra
época, es porque sabía que la mayor parte de nuestros males nacen de la
mezquindad con que son manejados nuestros países, de la pequeñez con que se manejan
los asuntos colectivos, del modo como una casta ignorante y codiciosa maneja el
país como si fuera un feudo privado, renunciando a las grandes tareas que le
exige su tiempo, y tratando a todos los demás, y sobre todo a los más
vulnerables, como advenedizos que no tienen derecho a intervenir en la
definición de los rumbos históricos. Creía que en la solución de los problemas
colectivos tiene que abrirse camino la memoria personal y la capacidad de
construir relatos colectivos, que toda política verdadera tiene que beber de la
más profunda poesía.
Para Estanislao la
democracia no era sólo un modo de elegir a los gobernantes, ni una manera de
administrar los bienes públicos: era la posibilidad de un orden superior de la
cultura que estimule y proteja a los ciudadanos y les permita acceder al legado
de la civilización. Creía de verdad en un mundo donde ser Leonardo da Vinci, o
Thomas Mann, Picasso o León de Greiff no fuera la excepción, creía que el
verdadero dueño de una obra de arte no es quien la compra sino quien la conoce
y la ama; creía que el verdadero dueño de un libro es el que se apodera de sus
claves y lo convierte en parte efectiva de su vida.
Estanislao tenía
muchos libros y los leía silenciosa y apasionadamente. Pero lo que más me
asombró toda la vida es el modo como esos libros se volvían parte de él, no por
el simple camino de la memoria, aunque recordaba literalmente mucho de lo que
había leído, sino porque estaban vivos en su espíritu, y podía dialogar con
ellos casi sin necesitar su presencia física. “Algunos dicen que yo me sé todo
el Quijote. Eso no es verdad. Me lo sé casi todo, pero no todo”, me dijo una
vez con una sonrisa.
Otro día me habló
de cómo sus autores favoritos no eran los que tenían un estilo armonioso e
impecable, sino los que escribían en medio de la turbulencia de sus dramas e
incluso de sus delirios. Entre Barba Jacob y Guillermo Valencia, entre el
viajero delirante entregado a los excesos y desgarrado por las pasiones, y el
señor feudal que destila armonías, él se quedaba siempre con el delirante. Veía
una suerte de signo divino en la locura de Hölderlin, en la embriaguez de Poe,
en el clima de pesadilla de la vida de Franz Kafka, en las tormentosas
adicciones de Dostoievski, en la neurastenia de Proust. Pero no porque creyera
que esos sufrimientos fueran la causa de sus creaciones, sino porque pensaba
que lo más admirable de aquellos seres es que habían sido capaces de superar
sus tragedias o de afrontarlas gracias a la creación.
No es que sin el
arte hubieran sido seres normales, más bien es que sin el arte habrían sido
seres anodinos, gastados por la neurosis, destrozados por la compulsión,
maltratados por la sociedad, o resignados a una desdicha trivial, es decir, sin
horizontes de grandeza. El arte hizo de ellos grandes maestros de la humanidad,
porque se atrevieron como el protagonista de Un descenso al Maelstrom, a mirar
de frente el remolino que los arrastraba, y más de una vez descubrieron en sus
vórtices la clave para salir nuevamente a la luz.
Y sobre todo,
Estanislao pensaba que el arte no está para tranquilizarnos, para adornar la
realidad, para decorar la tragedia, sino para enfrentar la complejidad de la
vida, los dramas profundos, las soledades sin nombre, y convertirlas en armonía
y en sentido.
Charles Baudelaire
había perdido a su padre y había tenido que idealizarlo: soñar que un padre
mítico guiaba sus pasos por el camino de la belleza y de la poesía. Su madre se
había vuelto a casar y había hecho sentir al niño como algo secundario en su vida.
Su familia le había impuesto una interdicción, y le había impedido al poeta ser
el administrador de su propia fortuna, porque lo consideraban capaz de
derrocharla, cosa a la que tenía todo el derecho. Su madre, además, se había
casado con un general de la República Francesa, un ministro de Napoleón III, y
aquel militar desdeñoso y altivo había hecho sentir al poeta su insignificancia
en el contexto de una familia burguesa y arribista, para la que la poesía era
una forma de la irrisión y el poeta un clochard despreciable.
A Baudelaire le
habría gustado cobrarle a su madre que por ir de salón en salón, de embajada en
embajada, lo hubiera dejado solo con sus sueños y sus demonios, pero ni las
cartas servían, no había un lenguaje por el cual ella pudiera escucharlo. A
Baudelaire le habría gustado, en medio de las tempestades de la Comuna de
París, pegarle un tiro en el corazón a ese ministro del Segundo Imperio, el
general Aupick, que quería esconder a su hijastro como si fuera una alimaña,
pero ay, era el marido de su madre y el segundo hombre más poderoso de Francia.
¿Cómo prohibirle a
Baudelaire obrar su redención, o al menos sublimar su despecho en el escenario
privilegiado de la lengua, y en el vuelo de la poesía, y hacerles sentir no
sólo a ellos, sino a Francia, a Europa, a los seres humanos de muchas edades,
que el poeta no es un resentido vulgar cobrando pequeñas culpas personales,
sino un liberador de las humillaciones de la historia, y que sus armas son la
indignación, la belleza y la música?
Esta fue la
respuesta de Baudelaire a la tragedia más honda de su corazón: el poema
Bénédiction (Bendición), el segundo poema de Las flores del mal, en la
admirable traducción que hizo de él al castellano Estanislao Zuleta:
Bendición
Charles Baudelaire
(Traducción de Estanislao Zuleta)
Cuando, por un
decreto de potencias supremas,
El poeta aparece en
este mundo hastiado
Su madre
horrorizada y llena de blasfemias
Se crispa contra
Dios, que la escucha apiadado.
Por qué no habré
parido todo un nudo de víboras
Antes que concebir
este ser irrisorio.
Maldita sea la
noche de placeres efímeros
En que fuera
engendrado mi suplicio expiatorio.
Puesto que fui
elegida entre tantas mujeres
Para traer
desgracia a mi esposo maltrecho,
Y que como una
carta clandestina de amores
No se puede quemar
el monstruo contrahecho.
Ya sabré yo volver
tu odio que me aplasta
Contra este
instrumento de tu malignidad,
Y sabré castigar
esta planta nefasta
Para que sus
retoños no puedan infectar.
Y mientras así
rumia su odio y su tormento
Sin poder
comprender los sempiternos planes,
Prepara las
hogueras que consagra el infierno
A los inolvidables
crímenes maternales.
Bajo la protección
de un ángel invisible
El niño desechado
se emborracha de sol
Todo lo que cosecha
su experiencia sensible
Es licor de los
dioses, néctar embriagador.
Él charla con las
nubes y juega con los vientos,
Es feliz mientras
sigue la ruta de su cruz,
El genio que lo
guía llora al verlo contento
Como un pájaro
libre en una selva azul.
Siempre le temen
todos los que él quisiera amar,
O al contrario se
enervan por su porte flemático,
Y para hacerlo
blanco de su ferocidad
De alguna culpa
siempre procuran acusarlo.
En su pan y su vino
mezclan escupitajos,
Y con desdén hipócrita
apartan lo que toca,
Piensan haber caído
horriblemente bajo
Cuando por azar
cruzan la vía que le es propia.
Su mujer va
gritando por los lugares públicos:
Si me encuentra tan
bella para rendirme culto,
Adoptando el papel
de los antiguos ídolos
Me cubriré de oro
como ellos, a mi gusto.
Me embriagaré de
nardos, de inciensos y de mirras,
Y de genuflexiones,
de carnes y de vinos,
Usurparé con creces
en un ser que me admira,
Todos los exaltados
homenajes divinos.
Y cuando esté
cansada de esas farsas impías,
Mi mano fuerte y
frágil sellará su destino,
Mis garras afiladas
como las de una arpía
Hasta su corazón se
abrirán un camino,
Y como un joven
pájaro que tiembla y que palpita,
Arrancaré del pecho
su rojo corazón,
Para satisfacer mi
bestia favorita
Se lo arrojaré al
suelo, con desdén, sin pasión.
Hacia el cielo, en
el cual ve un espléndido trono,
El poeta sereno
dirige su plegaria,
Y los potentes
rayos de su espíritu lúcido
Le impiden ver los
pueblos erizados de rabia.
Bendito tú, señor,
que das el sufrimiento
Como santo remedio
de nuestras impurezas,
Y como el más
excelso y más puro fermento
Que para los
sagrados placeres nos da fuerza.
Yo sé bien que tú
guardas un lugar al poeta
En las filas
felices de tus santas legiones,
Y que es un
invitado tuyo a la eterna fiesta
De virtudes,
dominios y permanentes dones.
Yo sé bien que el
dolor es la nobleza prístina
Contra la que no
pueden la tierra y los infiernos,
Y que para tejer mi
gran corona mística,
Hay que vencer los
mundos y dominar los tiempos.
Ni las joyas
perdidas de viejas capitales,
Los metales ocultos
y las perlas del mar,
Montados por tu
mano nunca serán bastantes
Para esta diadema
deslumbrante adornar.
Porque estará tan
solo revestida de luz,
Recogida en el foco
de rayos primitivos,
Del que los ojos
vivos en todos su esplendor,
No son más que reflejos
vagos y oscurecidos.
2 comentarios:
Jorge, gracias a vos he podido conocer personajes de la Historia y las letras de nuestro país...eres un maestro
Jorge, gracias a vos he podido conocer personajes de la Historia y las letras de nuestro país...eres un maestro
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