martes, 26 de agosto de 2025

Mar para la foto, techos para después. Prioridades, calidad educativa y populismo de render

 


 

El alcalde de Medellín ha puesto a la ciudad a hablar de olas. Anunció el “Gran Parque Medellín” con mar y playa, un complejo que se levantaría alrededor del Aeroparque Juan Pablo II y que, según la propia Alcaldía y el INDER, sería gratuito, sumaría 39 disciplinas deportivas y se entregaría en 2027. La cifra que circula: cerca de $195.000 millones.

El gesto es eficaz políticamente: una promesa luminosa, fácil de explicar, que se ve bien en video y que crea la ilusión de solucionar de un brochazo el viejo chiste de que a Medellín “solo le falta el mar”. Pero no es un chiste que, mientras discutimos renders y palmeras, el sistema educativo del Distrito tenga urgencias que no caben en un carrusel de redes: calidad pedagógica en el aula, infraestructura digna, acompañamiento socioemocional, jornada efectiva, alimentación escolar de calidad y que llegue a tiempo y equipos que enciendan. Eso es lo que cambia destinos; no un oleaje artificial.

La administración presume un esfuerzo grande en educación para 2025: aproximadamente $2 billones de presupuesto; metas de mejoras en 421 sedes y 9 megacolegios. También reporta 112 colegios intervenidos por $95.000 millones en lo corrido del año. Aun así, en demasiadas instituciones siguen faltando techos que no goteen, baños que funcionen, aulas que no se inunden y conectividad que no sea una promesa. La calidad —esa palabra incómoda que no se reduce a un número— se construye en silencio: con maestros formados, permanencia escolar, materiales, comedores y tiempo pedagógico protegido. Ninguna de esas cosas se arregla con un mar de 12.000 m².

Aquí el punto no es “parques vs. escuelas” como si se tratara de dos bandos. El punto es prioridad pública en una coyuntura donde cada peso cuesta: ¿qué compra Medellín con $195.000 millones? Con ese orden de magnitud, la propia Alcaldía mejoró 112 colegios este año; con otro tanto, podría acelerar reparaciones críticas en comedores, laboratorios, techos y patios de juego en barrios donde enseñar duele por la precariedad. En términos de calidad —la que vive el estudiante, no la que dice un informe— un baño que sirve y un aula fresca valen más que una ola perfecta.

El alcalde se ha defendido diciendo que “nada más democrático que el espacio público” y preguntando cuánta gente de Medellín no ha tocado una playa. La frase es hábil y conmovedora, pero confunde derecho con espectáculo. Democrático es que todas las niñas y niños coman en el colegio, que el profe tenga condiciones para enseñar, que la biblioteca esté abierta, que el barrio tenga un parque cerca sin que el consumo de drogas lo inunde y que el traslado no se coma la tarde. Un mar céntrico y vistoso no compensa la desigualdad territorial del espacio público ni sustituye la inversión silenciosa que sostiene la calidad educativa.

Además, el proyecto llega cuando la ciudad aún prueba su músculo para garantizar lo básico: hace unos días 1,5 millones de personas vivieron cortes de agua por obras en La Ayurá; fue un mantenimiento necesario, sí, pero un recordatorio contundente de que el glamour siempre depende de los cimientos. Si Medellín quiere “ser mar”, que primero sea escuela sólida.

Lo preocupante no es solo el costo de entrada. Es el costo de operación de una infraestructura acuática de esta escala —energía, químicos, personal, seguridad, mantenimiento— que, si no queda blindado, terminará disputando presupuesto con lo cotidiano: reparación de sedes, dotación, transporte escolar, programas de convivencia. La política del render es adictiva: inaugura rápido, factura popularidad y deja a los siguientes pagando la factura.

Mientras tanto, la conversación pública se desliza hacia la espuma —cuántos metros cuadrados de agua, cuántas tumbonas— y se aleja de lo que sí define la vida de una generación: ¿cómo formamos a los docentes nuevos?, ¿qué hacemos con la salud mental en la escuela?, ¿por qué tardan las reparaciones?, ¿qué pasa con la lectura, la escritura, la ciencia y las artes en jornada?, ¿dónde están los bibliotecarios, los orientadores, los mediadores? La calidad educativa es un ecosistema, no un show.

Por eso, desde aquí, no se pide “conciliar” ni “darle una oportunidad al proyecto”. Se pide seriedad. Medellín puede y debe tener mejores parques —en los barrios primero—, pero no puede darse el lujo de relegar lo esencial que ocurre de lunes a viernes, entre primera y sexta hora. Si hay 195.000 millones disponibles para un mar, hay 195.000 millones que podrían elevar, de inmediato, las condiciones para aprender y enseñar donde más falta hacen.

El mar puede esperar; la calidad educativa no. Y, si la apuesta del alcalde es seguir surfeando en la ola del impacto comunicacional, que no nos sorprenda ver más palmeras en los renders y menos techos arreglados en las aulas.

miércoles, 20 de agosto de 2025

Que nadie enseñe con miedo. El acoso laboral en las escuelas y la necesidad urgente de unidad entre docentes

Introducción 

Tal vez ya lo viviste. Tal vez lo estás viviendo. O quizás, simplemente, lo has presenciado en silencio. Una mirada que desautoriza. Una sobrecarga de tareas que no tienen explicación. Un cambio de grupo arbitrario. Comentarios que te restan valor frente a los demás. Una puerta que se cierra cada vez que entras a una reunión. Todo eso también es violencia. Y tiene nombre: acoso laboral. 

No se trata de exageraciones ni de quejas sin fundamento. Es una realidad que se instala poco a poco en los salones de maestros, en las oficinas de rectoría, en los grupos de WhatsApp institucionales. Una realidad que va quitando el ánimo, la motivación y, a veces, la salud. Una realidad que se normaliza porque nadie quiere ser señalado. Porque denunciar cansa. Porque quedarse callado parece más fácil. Pero no lo es. 

El acoso laboral en el entorno docente no solo lacera la dignidad del maestro o la maestra que lo sufre. También hiere la escuela como comunidad, rompe la confianza entre colegas y deteriora la calidad educativa que tanto defendemos. Medellín y Antioquia, regiones de profunda vocación pedagógica, no están exentas de este problema. Al contrario: allí se han levantado con fuerza las voces que exigen respeto, protección y justicia. 

Este artículo nace de esa urgencia. De la necesidad de decir lo que a veces se calla. Aquí hablaremos sin rodeos de lo que significa el acoso laboral, de cómo afecta especialmente a quienes enseñan, de lo que está ocurriendo en nuestras escuelas y de lo que puede hacerse —y debe hacerse— para que ninguna maestra ni ningún maestro se sienta solo. Porque sí: hablar es el primer paso para transformar.  

1. ¿Qué es el acoso laboral? 

El acoso laboral no siempre grita. A veces susurra, otras veces se disfraza de “exigencia institucional”, de “ajuste administrativo”, de “problema de actitud”. Pero su efecto es claro: va quitando el deseo de enseñar, va quebrando la seguridad del maestro, va instalando la idea de que callar es la única forma de seguir. 

Hablar de acoso laboral no es hablar de un simple malentendido entre compañeros ni de un conflicto pasajero. Es hablar de una forma sistemática de maltrato que se repite en el tiempo, con la intención —o el efecto— de desgastar emocional, psicológica y profesionalmente a una persona. Es una violencia silenciosa que no deja moretones en la piel, pero sí heridas profundas en la autoestima y en la salud mental. 

En el ámbito laboral, el acoso puede adoptar múltiples formas: humillaciones públicas o privadas, burlas constantes, exclusión de espacios de decisión, deslegitimación del trabajo, sobrecarga injustificada de funciones, amenazas sutiles, negación de derechos adquiridos o simplemente el aislamiento total. Se ejerce desde una posición de poder —que no siempre es jerárquica, a veces es simbólica— y se normaliza en culturas institucionales que premian el silencio y castigan la diferencia. 

La Ley 1010 de 2006 en Colombia reconoce esta realidad y la tipifica como una falta grave, sancionable, que atenta contra la dignidad humana. Define el acoso como toda conducta persistente y demostrable ejercida sobre un trabajador, encaminada a infundir miedo, intimidación, angustia o a inducir la renuncia. 

Pero más allá de lo legal, el acoso laboral es una herida ética. Porque una institución que permite —o encubre— el maltrato a uno de sus miembros, está fallando en su deber de cuidar, de formar, de ser ejemplo. Y cuando esa institución es una escuela, el daño se multiplica. Porque el ejemplo que se da a los estudiantes, a las familias y a la sociedad, es que el poder está por encima del respeto. Que quien enseña puede ser vulnerado. Que quien habla puede ser castigado. 

Reconocer el acoso laboral es el primer paso para enfrentarlo. Nombrarlo con todas sus letras es un acto de dignidad. Y entender que no es normal —ni justificable— es una responsabilidad colectiva. Porque cuando un maestro es acosado, no solo sufre él: sufre también el tejido de la escuela, la vocación pedagógica, el derecho a enseñar con libertad y respeto.  

2. Cuando la docencia se convierte en trinchera: acoso laboral en los entornos escolares 

Ser docente implica, en esencia, cuidar. Cuidar la palabra, los vínculos, el conocimiento. Implica escuchar, contener, inspirar, sostener a otros mientras aprenden. Pero ¿quién cuida al maestro? ¿Qué ocurre cuando el espacio donde se enseña se convierte en un terreno hostil, donde más que construir comunidad, se sobrevive? 

En muchos entornos escolares, la docencia ha dejado de ser un ejercicio pleno de autonomía y vocación para convertirse en una especie de trinchera: un lugar desde donde resistir ataques, silencios, indiferencias y arbitrariedades. Las aulas, las salas de profesores, las coordinaciones y las rectorías se transforman, en ocasiones, en escenarios de disputa y desgaste. Allí donde debería haber diálogo, aparece el rumor. Donde debería haber respeto, se instala la sospecha. Donde debería haber comunidad, se siembra la división. 

El acoso laboral en el entorno escolar tiene formas particulares. Se entrelaza con jerarquías rígidas, con culturas institucionales autoritarias, con prácticas pedagógicas que no se cuestionan y con una excesiva burocratización del trabajo educativo. En este contexto, el maestro o maestra que piensa distinto, que cuestiona decisiones, que exige condiciones dignas, que denuncia irregularidades o que simplemente no se somete, se convierte en blanco fácil. 

Las estrategias de acoso pueden ser sutiles, como no incluir a alguien en decisiones pedagógicas, negarle recursos o dejarlo fuera de espacios de formación. O pueden ser directas: desautorizar su labor frente a estudiantes, asignarle más grupos que a sus pares, cambiarlo de jornada o de sede sin justificación, vigilar su trabajo con una lupa que no se aplica a los demás. Todo esto va generando un clima de tensión constante, una especie de “estado de alerta” permanente, que agota y enferma. 

Lo más doloroso es que muchas veces estas prácticas no son individuales, sino institucionales. El acoso se perpetúa no solo por quien lo ejerce, sino por quienes lo permiten, lo justifican o lo silencian. Se vuelve parte del paisaje. Y el maestro termina creyendo que así son las cosas, que no hay otra forma de estar en la escuela, que tiene que agachar la cabeza para no meterse en problemas. Se normaliza la violencia con el disfraz de la “cultura institucional”. 

A esto se suma un elemento profundo: el aislamiento. El docente acosado suele quedarse solo. Sus colegas, aunque lo vean, aunque lo entiendan, muchas veces callan por miedo, por cansancio, por autopreservación. Se rompe el tejido de la solidaridad. Y cuando se pierde esa red, se pierde también parte del sentido de ser maestro. 

No es casual que en muchos casos el acoso se dirija hacia quienes más aman su labor, hacia quienes más se involucran, hacia quienes intentan transformar lo establecido. Porque en contextos autoritarios, pensar distinto incomoda. Y en culturas jerárquicas, cuestionar es visto como desobedecer. 

Por eso, hablar de acoso laboral docente no es solo hablar de maltrato individual, sino de un síntoma institucional más profundo. Un síntoma de escuelas donde el poder no se ejerce con responsabilidad, donde la autoridad se confunde con autoritarismo y donde el cuidado —tan fundamental para educar— se deja de lado para imponer control. 

Recuperar la escuela como lugar de comunidad también implica sanar estas heridas. Volver a hacer de la docencia un ejercicio de encuentro, y no de defensa. De construcción colectiva, y no de trincheras. 

 3. Medellín y Antioquia: una situación alarmante 

Lo que en muchos lugares del país se vive como un mal silencioso, en Medellín y Antioquia ha comenzado a adquirir rostro y voz. No porque el acoso laboral sea nuevo en la región, sino porque, por fin, algunos casos han roto el cerco del silencio. Las denuncias se han hecho públicas, los testimonios han llegado a los medios, y el dolor de muchos docentes ha empezado a ser visible. Lo que por años fue vivido como algo “normal” dentro de las instituciones hoy se empieza a nombrar por lo que es: violencia. 

No se trata de casos aislados. En los últimos años, se han presentado denuncias formales contra directivos docentes por acoso reiterado hacia maestros, muchos de los cuales terminaron enfermos, trasladados, sancionados sin razón o simplemente renunciaron para proteger su salud mental. En algunas de estas denuncias, los relatos incluyen prácticas sostenidas de humillación, exclusión, persecución administrativa, negación de derechos, y un uso perverso de las evaluaciones o de los comités de convivencia como mecanismos de castigo, no de protección. 

La Personería de Medellín, en su función de vigilancia de la función pública, ha formulado pliegos de cargos a varios directivos y coordinadores por casos de acoso documentado. Esto revela que la problemática ha llegado a niveles estructurales. Incluso han surgido denuncias al interior de organizaciones sindicales, como Adida, donde algunos docentes han manifestado sentirse perseguidos o silenciados por sus propios representantes. El daño, entonces, no proviene únicamente de jerarquías institucionales, sino también de relaciones de poder que deberían ser espacios de defensa y no de revictimización. 

Algunos docentes, en un acto de valentía, han salido a protestar frente a la Secretaría de Educación de Medellín, llevando pancartas, cartas y peticiones concretas para exigir respeto, garantías y atención real. Pero las respuestas institucionales, cuando llegan, suelen ser lentas, evasivas o simplemente burocráticas. Los comités de convivencia, en muchos casos, se convierten en formalidades sin dientes, donde el miedo y el conflicto de intereses impiden una actuación efectiva. Y mientras tanto, el docente sigue trabajando entre lágrimas, estrés, y un profundo sentimiento de impotencia. 

Lo más alarmante es que estas situaciones no siempre ocurren en instituciones en crisis. Algunas tienen altos puntajes en pruebas externas, reconocimientos oficiales, directivos con buena imagen pública. Pero puertas adentro, operan con lógicas verticales, autoritarias y poco transparentes, donde el silencio se premia y la crítica se castiga. La apariencia institucional se convierte en escudo, y la salud del docente queda relegada a segundo plano. 

Antioquia, con su rica tradición educativa y su fuerza sindical, debería ser un ejemplo de protección al magisterio. Pero las cifras y los relatos muestran que todavía hay un largo camino por recorrer. La cultura del miedo aún se impone sobre la del cuidado. Y el maestro, en lugar de sentirse respaldado, muchas veces debe caminar con cautela, midiendo cada palabra, cada gesto, cada paso. 

Este escenario no solo vulnera derechos laborales. Atenta contra la esencia misma de la educación pública: una educación que se construye en libertad, en diálogo, en respeto mutuo. Mientras se tolere el acoso en las escuelas, mientras se mantenga la lógica de que el que denuncia se expone y el que calla sobrevive, será difícil hablar de verdadera calidad educativa. 

En Medellín y Antioquia, el problema está expuesto. Lo que falta es la voluntad firme de enfrentarlo. De revisar prácticas, asumir responsabilidades, y sobre todo, de proteger a quienes día tras día sostienen con su trabajo, con su cuerpo y con su palabra, el derecho a la educación de miles de niños y jóvenes.  

4. ¿Cómo enfrentar y prevenir el acoso laboral docente? 

 Reconocer el acoso laboral es solo el primer paso. Lo verdaderamente transformador es actuar para erradicarlo. Y en el caso de los entornos escolares, no basta con medidas administrativas o discursos bienintencionados. Se necesita una acción decidida, sostenida y profundamente ética. Porque no estamos hablando solo de mejorar el ambiente laboral: estamos hablando de proteger a quienes sostienen, día a día, el derecho a la educación en condiciones que muchas veces rozan el límite de lo soportable. 

 a. Escuelas que cuidan, no que castigan 

Enfrentar el acoso implica reconfigurar la cultura institucional. Pasar de escuelas donde se impone el control y se vigila al maestro, a escuelas donde se cuida al docente como parte fundamental de la comunidad educativa. Esto supone revisar los modos en que se ejerce la autoridad, cómo se toman las decisiones, cómo se gestionan los conflictos y, sobre todo, cómo se escucha la voz del maestro o la maestra cuando expresa malestar, inconformidad o necesidad de acompañamiento. 

Prevenir no es solamente capacitar: es transformar las lógicas de poder que lo permiten. Es entender que una institución que silencia, que margina, que normaliza el maltrato, es una institución que falla en su función formativa. Y que cuidar al docente es una forma de cuidar también a los estudiantes.  

b. Comités de convivencia laboral: ¿mecanismos de protección o espacios vacíos? 

La Ley 1010 de 2006 y la Resolución 652 de 2012 establecen la existencia de Comités de Convivencia Laboral como espacios para prevenir y atender el acoso en las instituciones. En teoría, son escenarios neutrales donde las partes pueden dialogar, identificar riesgos psicosociales y buscar soluciones. 

Pero en la práctica, muchos de estos comités funcionan de forma ineficiente, sin formación adecuada, sin autonomía, y con conflictos de interés evidentes. A veces se convierten en un trámite más, o peor aún, en espacios donde se revictimiza al denunciante. 

Es urgente revisar su funcionamiento real. Que sean espacios protegidos, con protocolos claros, con asesoría externa cuando sea necesario, y con seguimiento institucional que garantice que no se archive ni se minimice lo que allí se expone. La prevención también se construye asegurando que el maestro tenga dónde y con quién hablar sin miedo.  

c. Formación, sensibilización y acompañamiento 

Toda política de prevención debe incluir procesos formativos. No basta con enviar circulares o repetir normativas. Se necesita formar a directivos, coordinadores y docentes en: 

• Identificación de prácticas de acoso. 

• Gestión ética de las relaciones laborales. 

• Resolución pacífica de conflictos. 

• Comunicación asertiva y gestión emocional. 

• Derechos laborales y autocuidado docente. 

Pero más allá de la formación, es necesario crear dispositivos de acompañamiento emocional y jurídico para los docentes. Profesionales que escuchen, que orienten, que asesoren. Porque el impacto del acoso no se borra con un taller: necesita contención, reparación y garantías de no repetición.  

d. La responsabilidad de las secretarías de educación 

La prevención también es una responsabilidad de las entidades territoriales. Las secretarías de educación deben asumir un rol activo, no pasivo. No se trata de esperar a que lleguen las denuncias, sino de monitorear el clima laboral de las instituciones, abrir canales de atención eficaces, garantizar la protección de los denunciantes y sancionar a quienes incurran en prácticas de acoso, sin importar su cargo. 

Esto requiere voluntad política, claridad en las rutas de atención, recursos humanos especializados y un compromiso ético con el bienestar docente. Porque sin ese compromiso, todo protocolo se vuelve letra muerta.  

e. Lo colectivo como horizonte 

Finalmente, es clave entender que la prevención del acoso no es solo institucional: también es cultural. Se necesita reconstruir el tejido colectivo entre docentes, recuperar la solidaridad, el respaldo entre colegas, la capacidad de cuidar al otro y de no ser cómplices del silencio. 

Un maestro que ve a otro ser acosado y no dice nada, quizás también está siendo víctima de una cultura del miedo. Romper esa cultura implica conversar, sostenerse, acompañarse, alzar la voz juntos. La solución no vendrá solo desde arriba: vendrá también desde el aula, desde el pasillo, desde la sala de profesores. Desde el encuentro.  

5. La unidad docente como forma de resistencia y transformación 

Ningún maestro debería enfrentar solo una situación de acoso. Ninguna maestra debería tener que elegir entre su salud mental y su estabilidad laboral. Pero en demasiadas ocasiones, eso es exactamente lo que ocurre. El aislamiento, la desconfianza y el miedo terminan siendo aliados del agresor. Y lo que debería ser una comunidad educativa se convierte en un campo de silencios. 

Ante ese panorama, la unidad del cuerpo docente no es un ideal romántico ni una consigna sindical. Es una necesidad vital. Es el escudo más fuerte frente al abuso, y la fuerza más transformadora frente a las lógicas que normalizan el maltrato. 

Cuando un docente se levanta y denuncia, su voz tiene más fuerza si encuentra eco en sus compañeros. Cuando una maestra sufre hostigamiento, su dolor encuentra alivio cuando alguien le cree, la escucha y la acompaña. La unidad no implica uniformidad, ni exige pensar igual. Implica reconocer que, más allá de las diferencias, compartimos una misma dignidad profesional. Y que defender a uno es defendernos a todos. 

Históricamente, los movimientos docentes han demostrado que cuando el magisterio se organiza, las cosas cambian. No siempre de inmediato, no siempre sin costo, pero cambian. Porque la fuerza de la palabra compartida, del análisis colectivo, del apoyo mutuo, es infinitamente más poderosa que el miedo individual. 

Esto implica recuperar prácticas de encuentro entre pares: hablar sin temor en las salas de maestros, construir redes de apoyo más allá de los cargos, compartir información, visibilizar lo que ocurre en cada institución. También implica revisar críticamente el papel de los sindicatos y exigirles coherencia. Un sindicato que silencia o persigue a sus afiliados pierde su sentido. Un sindicato que protege y respalda, en cambio, se convierte en un refugio y en una herramienta de transformación. 

La unidad también pasa por los pequeños gestos: acompañar a quien está siendo excluido, intervenir frente a una injusticia, escribir una carta colectiva, hacer sentir que el otro no está solo. El acoso se alimenta del aislamiento; la dignidad crece en el encuentro. 

Frente al acoso laboral, cada maestro tiene tres opciones: callar, resistir en solitario o construir con otros. Callar perpetúa la violencia. Resistir en solitario agota. Construir con otros transforma. 

Recuperar la unidad del magisterio es también recuperar el sentido ético de la educación. Porque educar no es solo transmitir conocimientos: es formar en el cuidado, en la justicia, en la capacidad de transformar realidades. Y no podemos enseñar eso si no somos capaces de vivirlo entre nosotros. 

En tiempos donde el discurso meritocrático individualista se impone, hablar de unidad puede parecer ingenuo. Pero no lo es. Es profundamente político. Es radicalmente humano. Y es, quizá, la única forma de asegurarnos que ningún docente vuelva a sentirse solo frente a la violencia. Que ningún maestro tenga que elegir entre enseñar o sobrevivir.  

6. Enseñar no debería doler 

La escuela no puede ser un campo de batalla donde el maestro tenga que sobrevivir a diario. No puede ser el lugar donde quien forma, cuida y transforma, termine desgastado, silenciado o enfermo. Y sin embargo, eso es lo que hoy viven muchas maestras y maestros. En cada silencio forzado, en cada sobrecarga injustificada, en cada humillación frente a colegas o estudiantes, se quiebra un poco más la promesa de una educación digna y humana. 

El acoso laboral no es un problema menor. Es una forma de violencia que socava la vocación, desarticula comunidades, y pone en riesgo la calidad misma del acto educativo. No se trata solo de proteger derechos laborales —aunque eso es fundamental—; se trata de defender el corazón mismo de lo que significa educar: el vínculo, el respeto, la palabra. 

No podemos permitir que el miedo sea el idioma que hablemos en las escuelas. No podemos aceptar que el silencio sea el precio de conservar el trabajo. No podemos seguir mirando hacia otro lado cuando sabemos que una compañera está siendo acosada, cuando vemos cómo un colega se apaga poco a poco, cuando intuimos que detrás del cansancio hay una herida que nadie ha querido nombrar. 

Es tiempo de tomar postura. De exigir que las instituciones educativas sean también espacios de cuidado. De exigir a los comités, a los directivos, a las secretarías y a los sindicatos que actúen con transparencia y valentía. De acompañarnos entre pares, de tejer redes, de romper el aislamiento. 

Pero sobre todo, es tiempo de recordar que la docencia es una labor profundamente ética. Que educar es un acto de amor y de compromiso con la dignidad humana. Y que quien decide dedicar su vida a enseñar no debería, jamás, ser castigado por hacerlo con pasión, con pensamiento crítico o con sensibilidad. 

Movilicémonos no solo por salarios justos o condiciones materiales —que también—, sino por una cultura escolar distinta. Una donde cuidar al maestro sea tan importante como cuidar al estudiante. Una donde el respeto sea un principio, no un premio. Una donde enseñar no duela. 

Porque si la escuela no es un lugar seguro para quienes enseñan, tampoco lo será para quienes aprenden. Y entonces, habremos fallado todos.