Introducción
Tal vez ya lo viviste. Tal vez lo estás viviendo. O quizás, simplemente, lo
has presenciado en silencio. Una mirada que desautoriza. Una sobrecarga de
tareas que no tienen explicación. Un cambio de grupo arbitrario. Comentarios
que te restan valor frente a los demás. Una puerta que se cierra cada vez que
entras a una reunión. Todo eso también es violencia. Y tiene nombre: acoso
laboral.
No se trata de exageraciones ni de quejas sin fundamento. Es una
realidad que se instala poco a poco en los salones de maestros, en las
oficinas de rectoría, en los grupos de WhatsApp institucionales. Una realidad
que va quitando el ánimo, la motivación y, a veces, la salud. Una realidad que
se normaliza porque nadie quiere ser señalado. Porque denunciar cansa. Porque
quedarse callado parece más fácil. Pero no lo es.
El acoso laboral en el
entorno docente no solo lacera la dignidad del maestro o la maestra que lo
sufre. También hiere la escuela como comunidad, rompe la confianza entre
colegas y deteriora la calidad educativa que tanto defendemos. Medellín y
Antioquia, regiones de profunda vocación pedagógica, no están exentas de este
problema. Al contrario: allí se han levantado con fuerza las voces que exigen
respeto, protección y justicia.
Este artículo nace de esa urgencia. De la
necesidad de decir lo que a veces se calla. Aquí hablaremos sin rodeos de lo
que significa el acoso laboral, de cómo afecta especialmente a quienes
enseñan, de lo que está ocurriendo en nuestras escuelas y de lo que puede
hacerse —y debe hacerse— para que ninguna maestra ni ningún maestro se sienta
solo. Porque sí: hablar es el primer paso para transformar.
1. ¿Qué es el acoso laboral?
El acoso laboral no siempre grita. A veces susurra, otras veces se disfraza de
“exigencia institucional”, de “ajuste administrativo”, de “problema de
actitud”. Pero su efecto es claro: va quitando el deseo de enseñar, va
quebrando la seguridad del maestro, va instalando la idea de que callar es la
única forma de seguir.
Hablar de acoso laboral no es hablar de un simple
malentendido entre compañeros ni de un conflicto pasajero. Es hablar de una
forma sistemática de maltrato que se repite en el tiempo, con la intención —o
el efecto— de desgastar emocional, psicológica y profesionalmente a una
persona. Es una violencia silenciosa que no deja moretones en la piel, pero sí
heridas profundas en la autoestima y en la salud mental.
En el ámbito laboral,
el acoso puede adoptar múltiples formas: humillaciones públicas o privadas,
burlas constantes, exclusión de espacios de decisión, deslegitimación del
trabajo, sobrecarga injustificada de funciones, amenazas sutiles, negación de
derechos adquiridos o simplemente el aislamiento total. Se ejerce desde una
posición de poder —que no siempre es jerárquica, a veces es simbólica— y se
normaliza en culturas institucionales que premian el silencio y castigan la
diferencia.
La Ley 1010 de 2006 en Colombia reconoce esta realidad y la
tipifica como una falta grave, sancionable, que atenta contra la dignidad
humana. Define el acoso como toda conducta persistente y demostrable ejercida
sobre un trabajador, encaminada a infundir miedo, intimidación, angustia o a
inducir la renuncia.
Pero más allá de lo legal, el acoso laboral es una herida
ética. Porque una institución que permite —o encubre— el maltrato a uno de sus
miembros, está fallando en su deber de cuidar, de formar, de ser ejemplo. Y
cuando esa institución es una escuela, el daño se multiplica. Porque el
ejemplo que se da a los estudiantes, a las familias y a la sociedad, es que el
poder está por encima del respeto. Que quien enseña puede ser vulnerado. Que
quien habla puede ser castigado.
Reconocer el acoso laboral es el primer paso
para enfrentarlo. Nombrarlo con todas sus letras es un acto de dignidad. Y
entender que no es normal —ni justificable— es una responsabilidad colectiva.
Porque cuando un maestro es acosado, no solo sufre él: sufre también el tejido
de la escuela, la vocación pedagógica, el derecho a enseñar con libertad y
respeto.
2. Cuando la docencia se convierte en trinchera: acoso laboral en los
entornos escolares
Ser docente implica, en esencia, cuidar. Cuidar la palabra, los vínculos, el
conocimiento. Implica escuchar, contener, inspirar, sostener a otros mientras
aprenden. Pero ¿quién cuida al maestro? ¿Qué ocurre cuando el espacio donde se
enseña se convierte en un terreno hostil, donde más que construir comunidad,
se sobrevive?
En muchos entornos escolares, la docencia ha dejado de ser un
ejercicio pleno de autonomía y vocación para convertirse en una especie de
trinchera: un lugar desde donde resistir ataques, silencios, indiferencias y
arbitrariedades. Las aulas, las salas de profesores, las coordinaciones y las
rectorías se transforman, en ocasiones, en escenarios de disputa y desgaste.
Allí donde debería haber diálogo, aparece el rumor. Donde debería haber
respeto, se instala la sospecha. Donde debería haber comunidad, se siembra la
división.
El acoso laboral en el entorno escolar tiene formas particulares. Se
entrelaza con jerarquías rígidas, con culturas institucionales autoritarias,
con prácticas pedagógicas que no se cuestionan y con una excesiva
burocratización del trabajo educativo. En este contexto, el maestro o maestra
que piensa distinto, que cuestiona decisiones, que exige condiciones dignas,
que denuncia irregularidades o que simplemente no se somete, se convierte en
blanco fácil.
Las estrategias de acoso pueden ser sutiles, como no incluir a
alguien en decisiones pedagógicas, negarle recursos o dejarlo fuera de
espacios de formación. O pueden ser directas: desautorizar su labor frente a
estudiantes, asignarle más grupos que a sus pares, cambiarlo de jornada o de
sede sin justificación, vigilar su trabajo con una lupa que no se aplica a los
demás. Todo esto va generando un clima de tensión constante, una especie de
“estado de alerta” permanente, que agota y enferma.
Lo más doloroso es que
muchas veces estas prácticas no son individuales, sino institucionales. El
acoso se perpetúa no solo por quien lo ejerce, sino por quienes lo permiten,
lo justifican o lo silencian. Se vuelve parte del paisaje. Y el maestro
termina creyendo que así son las cosas, que no hay otra forma de estar en la
escuela, que tiene que agachar la cabeza para no meterse en problemas. Se
normaliza la violencia con el disfraz de la “cultura institucional”.
A esto se
suma un elemento profundo: el aislamiento. El docente acosado suele quedarse
solo. Sus colegas, aunque lo vean, aunque lo entiendan, muchas veces callan
por miedo, por cansancio, por autopreservación. Se rompe el tejido de la
solidaridad. Y cuando se pierde esa red, se pierde también parte del sentido
de ser maestro.
No es casual que en muchos casos el acoso se dirija hacia
quienes más aman su labor, hacia quienes más se involucran, hacia quienes
intentan transformar lo establecido. Porque en contextos autoritarios, pensar
distinto incomoda. Y en culturas jerárquicas, cuestionar es visto como
desobedecer.
Por eso, hablar de acoso laboral docente no es solo hablar de
maltrato individual, sino de un síntoma institucional más profundo. Un síntoma
de escuelas donde el poder no se ejerce con responsabilidad, donde la
autoridad se confunde con autoritarismo y donde el cuidado —tan fundamental
para educar— se deja de lado para imponer control.
Recuperar la escuela como
lugar de comunidad también implica sanar estas heridas. Volver a hacer de la
docencia un ejercicio de encuentro, y no de defensa. De construcción
colectiva, y no de trincheras.
3. Medellín y Antioquia: una situación alarmante
Lo que en muchos lugares del país se vive como un mal silencioso, en Medellín
y Antioquia ha comenzado a adquirir rostro y voz. No porque el acoso laboral
sea nuevo en la región, sino porque, por fin, algunos casos han roto el cerco
del silencio. Las denuncias se han hecho públicas, los testimonios han llegado
a los medios, y el dolor de muchos docentes ha empezado a ser visible. Lo que
por años fue vivido como algo “normal” dentro de las instituciones hoy se
empieza a nombrar por lo que es: violencia.
No se trata de casos aislados. En
los últimos años, se han presentado denuncias formales contra directivos
docentes por acoso reiterado hacia maestros, muchos de los cuales terminaron
enfermos, trasladados, sancionados sin razón o simplemente renunciaron para
proteger su salud mental. En algunas de estas denuncias, los relatos incluyen
prácticas sostenidas de humillación, exclusión, persecución administrativa,
negación de derechos, y un uso perverso de las evaluaciones o de los comités
de convivencia como mecanismos de castigo, no de protección.
La Personería de
Medellín, en su función de vigilancia de la función pública, ha formulado
pliegos de cargos a varios directivos y coordinadores por casos de acoso
documentado. Esto revela que la problemática ha llegado a niveles
estructurales. Incluso han surgido denuncias al interior de organizaciones
sindicales, como Adida, donde algunos docentes han manifestado sentirse
perseguidos o silenciados por sus propios representantes. El daño, entonces,
no proviene únicamente de jerarquías institucionales, sino también de
relaciones de poder que deberían ser espacios de defensa y no de
revictimización.
Algunos docentes, en un acto de valentía, han salido a
protestar frente a la Secretaría de Educación de Medellín, llevando pancartas,
cartas y peticiones concretas para exigir respeto, garantías y atención real.
Pero las respuestas institucionales, cuando llegan, suelen ser lentas,
evasivas o simplemente burocráticas. Los comités de convivencia, en muchos
casos, se convierten en formalidades sin dientes, donde el miedo y el
conflicto de intereses impiden una actuación efectiva. Y mientras tanto, el
docente sigue trabajando entre lágrimas, estrés, y un profundo sentimiento de
impotencia.
Lo más alarmante es que estas situaciones no siempre ocurren en
instituciones en crisis. Algunas tienen altos puntajes en pruebas externas,
reconocimientos oficiales, directivos con buena imagen pública. Pero puertas
adentro, operan con lógicas verticales, autoritarias y poco transparentes,
donde el silencio se premia y la crítica se castiga. La apariencia
institucional se convierte en escudo, y la salud del docente queda relegada a
segundo plano.
Antioquia, con su rica tradición educativa y su fuerza
sindical, debería ser un ejemplo de protección al magisterio. Pero las cifras
y los relatos muestran que todavía hay un largo camino por recorrer. La
cultura del miedo aún se impone sobre la del cuidado. Y el maestro, en lugar
de sentirse respaldado, muchas veces debe caminar con cautela, midiendo cada
palabra, cada gesto, cada paso.
Este escenario no solo vulnera derechos
laborales. Atenta contra la esencia misma de la educación pública: una
educación que se construye en libertad, en diálogo, en respeto mutuo. Mientras
se tolere el acoso en las escuelas, mientras se mantenga la lógica de que el
que denuncia se expone y el que calla sobrevive, será difícil hablar de
verdadera calidad educativa.
En Medellín y Antioquia, el problema está
expuesto. Lo que falta es la voluntad firme de enfrentarlo. De revisar
prácticas, asumir responsabilidades, y sobre todo, de proteger a quienes día
tras día sostienen con su trabajo, con su cuerpo y con su palabra, el derecho
a la educación de miles de niños y jóvenes.
4. ¿Cómo enfrentar y prevenir el acoso laboral docente?
Reconocer el acoso laboral es solo el primer paso. Lo verdaderamente
transformador es actuar para erradicarlo. Y en el caso de los entornos
escolares, no basta con medidas administrativas o discursos bienintencionados.
Se necesita una acción decidida, sostenida y profundamente ética. Porque no
estamos hablando solo de mejorar el ambiente laboral: estamos hablando de
proteger a quienes sostienen, día a día, el derecho a la educación en
condiciones que muchas veces rozan el límite de lo soportable.
a. Escuelas que cuidan, no que castigan
Enfrentar el acoso implica reconfigurar la cultura institucional. Pasar de
escuelas donde se impone el control y se vigila al maestro, a escuelas donde
se cuida al docente como parte fundamental de la comunidad educativa. Esto
supone revisar los modos en que se ejerce la autoridad, cómo se toman las
decisiones, cómo se gestionan los conflictos y, sobre todo, cómo se escucha la
voz del maestro o la maestra cuando expresa malestar, inconformidad o
necesidad de acompañamiento.
Prevenir no es solamente capacitar: es
transformar las lógicas de poder que lo permiten. Es entender que una
institución que silencia, que margina, que normaliza el maltrato, es una
institución que falla en su función formativa. Y que cuidar al docente es una
forma de cuidar también a los estudiantes.
b. Comités de convivencia laboral: ¿mecanismos de protección o espacios
vacíos?
La Ley 1010 de 2006 y la Resolución 652 de 2012 establecen la existencia de
Comités de Convivencia Laboral como espacios para prevenir y atender el acoso
en las instituciones. En teoría, son escenarios neutrales donde las partes
pueden dialogar, identificar riesgos psicosociales y buscar soluciones.
Pero
en la práctica, muchos de estos comités funcionan de forma ineficiente, sin
formación adecuada, sin autonomía, y con conflictos de interés evidentes. A
veces se convierten en un trámite más, o peor aún, en espacios donde se
revictimiza al denunciante.
Es urgente revisar su funcionamiento real. Que
sean espacios protegidos, con protocolos claros, con asesoría externa cuando
sea necesario, y con seguimiento institucional que garantice que no se archive
ni se minimice lo que allí se expone. La prevención también se construye
asegurando que el maestro tenga dónde y con quién hablar sin miedo.
c. Formación, sensibilización y acompañamiento
Toda política de prevención debe incluir procesos formativos. No basta con
enviar circulares o repetir normativas. Se necesita formar a directivos,
coordinadores y docentes en:
• Identificación de prácticas de acoso.
• Gestión
ética de las relaciones laborales.
• Resolución pacífica de conflictos.
•
Comunicación asertiva y gestión emocional.
• Derechos laborales y autocuidado
docente.
Pero más allá de la formación, es necesario crear dispositivos de
acompañamiento emocional y jurídico para los docentes. Profesionales que
escuchen, que orienten, que asesoren. Porque el impacto del acoso no se borra
con un taller: necesita contención, reparación y garantías de no repetición.
d. La responsabilidad de las secretarías de educación
La prevención también es una responsabilidad de las entidades territoriales.
Las secretarías de educación deben asumir un rol activo, no pasivo. No se
trata de esperar a que lleguen las denuncias, sino de monitorear el clima
laboral de las instituciones, abrir canales de atención eficaces, garantizar
la protección de los denunciantes y sancionar a quienes incurran en prácticas
de acoso, sin importar su cargo.
Esto requiere voluntad política, claridad en
las rutas de atención, recursos humanos especializados y un compromiso ético
con el bienestar docente. Porque sin ese compromiso, todo protocolo se vuelve
letra muerta.
e. Lo colectivo como horizonte
Finalmente, es clave entender que la prevención del acoso no es solo
institucional: también es cultural. Se necesita reconstruir el tejido
colectivo entre docentes, recuperar la solidaridad, el respaldo entre colegas,
la capacidad de cuidar al otro y de no ser cómplices del silencio.
Un maestro
que ve a otro ser acosado y no dice nada, quizás también está siendo víctima
de una cultura del miedo. Romper esa cultura implica conversar, sostenerse,
acompañarse, alzar la voz juntos. La solución no vendrá solo desde arriba:
vendrá también desde el aula, desde el pasillo, desde la sala de profesores.
Desde el encuentro.
5. La unidad docente como forma de resistencia y transformación
Ningún maestro debería enfrentar solo una situación de acoso. Ninguna maestra
debería tener que elegir entre su salud mental y su estabilidad laboral. Pero
en demasiadas ocasiones, eso es exactamente lo que ocurre. El aislamiento, la
desconfianza y el miedo terminan siendo aliados del agresor. Y lo que debería
ser una comunidad educativa se convierte en un campo de silencios.
Ante ese
panorama, la unidad del cuerpo docente no es un ideal romántico ni una
consigna sindical. Es una necesidad vital. Es el escudo más fuerte frente al
abuso, y la fuerza más transformadora frente a las lógicas que normalizan el
maltrato.
Cuando un docente se levanta y denuncia, su voz tiene más fuerza si
encuentra eco en sus compañeros. Cuando una maestra sufre hostigamiento, su
dolor encuentra alivio cuando alguien le cree, la escucha y la acompaña. La
unidad no implica uniformidad, ni exige pensar igual. Implica reconocer que,
más allá de las diferencias, compartimos una misma dignidad profesional. Y que
defender a uno es defendernos a todos.
Históricamente, los movimientos
docentes han demostrado que cuando el magisterio se organiza, las cosas
cambian. No siempre de inmediato, no siempre sin costo, pero cambian. Porque
la fuerza de la palabra compartida, del análisis colectivo, del apoyo mutuo,
es infinitamente más poderosa que el miedo individual.
Esto implica recuperar
prácticas de encuentro entre pares: hablar sin temor en las salas de maestros,
construir redes de apoyo más allá de los cargos, compartir información,
visibilizar lo que ocurre en cada institución. También implica revisar
críticamente el papel de los sindicatos y exigirles coherencia. Un sindicato
que silencia o persigue a sus afiliados pierde su sentido. Un sindicato que
protege y respalda, en cambio, se convierte en un refugio y en una herramienta
de transformación.
La unidad también pasa por los pequeños gestos: acompañar a
quien está siendo excluido, intervenir frente a una injusticia, escribir una
carta colectiva, hacer sentir que el otro no está solo. El acoso se alimenta
del aislamiento; la dignidad crece en el encuentro.
Frente al acoso laboral,
cada maestro tiene tres opciones: callar, resistir en solitario o construir
con otros. Callar perpetúa la violencia. Resistir en solitario agota.
Construir con otros transforma.
Recuperar la unidad del magisterio es también
recuperar el sentido ético de la educación. Porque educar no es solo
transmitir conocimientos: es formar en el cuidado, en la justicia, en la
capacidad de transformar realidades. Y no podemos enseñar eso si no somos
capaces de vivirlo entre nosotros.
En tiempos donde el discurso meritocrático
individualista se impone, hablar de unidad puede parecer ingenuo. Pero no lo
es. Es profundamente político. Es radicalmente humano. Y es, quizá, la única
forma de asegurarnos que ningún docente vuelva a sentirse solo frente a la
violencia. Que ningún maestro tenga que elegir entre enseñar o sobrevivir.
6. Enseñar no debería doler
La escuela no puede ser un campo de batalla donde el maestro tenga que
sobrevivir a diario. No puede ser el lugar donde quien forma, cuida y
transforma, termine desgastado, silenciado o enfermo. Y sin embargo, eso es lo
que hoy viven muchas maestras y maestros. En cada silencio forzado, en cada
sobrecarga injustificada, en cada humillación frente a colegas o estudiantes,
se quiebra un poco más la promesa de una educación digna y humana.
El acoso
laboral no es un problema menor. Es una forma de violencia que socava la
vocación, desarticula comunidades, y pone en riesgo la calidad misma del acto
educativo. No se trata solo de proteger derechos laborales —aunque eso es
fundamental—; se trata de defender el corazón mismo de lo que significa
educar: el vínculo, el respeto, la palabra.
No podemos permitir que el miedo
sea el idioma que hablemos en las escuelas. No podemos aceptar que el silencio
sea el precio de conservar el trabajo. No podemos seguir mirando hacia otro
lado cuando sabemos que una compañera está siendo acosada, cuando vemos cómo
un colega se apaga poco a poco, cuando intuimos que detrás del cansancio hay
una herida que nadie ha querido nombrar.
Es tiempo de tomar postura. De exigir
que las instituciones educativas sean también espacios de cuidado. De exigir a
los comités, a los directivos, a las secretarías y a los sindicatos que actúen
con transparencia y valentía. De acompañarnos entre pares, de tejer redes, de
romper el aislamiento.
Pero sobre todo, es tiempo de recordar que la docencia
es una labor profundamente ética. Que educar es un acto de amor y de
compromiso con la dignidad humana. Y que quien decide dedicar su vida a
enseñar no debería, jamás, ser castigado por hacerlo con pasión, con
pensamiento crítico o con sensibilidad.
Movilicémonos no solo por salarios
justos o condiciones materiales —que también—, sino por una cultura escolar
distinta. Una donde cuidar al maestro sea tan importante como cuidar al
estudiante. Una donde el respeto sea un principio, no un premio. Una donde
enseñar no duela.
Porque si la escuela no es un lugar seguro para quienes
enseñan, tampoco lo será para quienes aprenden. Y entonces, habremos fallado
todos.